En mi primaria, siempre a un par de butacas de prudente distancia donde me sentaba yo, estaba el gran Baldomero. Ya a estas alturas de la vida no recuerdo ni cómo me llevaba con él ni si era buen o mal alumno (exprimiendo un poco el cerebro, tiendo a recordar que era de esos que cumplían las tareas con tal perfección que nos ponían en evidencia a los demás). Pero su principal gracia ante las maestras no era el cumplimiento prusiano de las instrucciones e indicaciones académicas ni su buen comportamiento perenne sino dos detalles notabilísimos: el primero, que Baldomero era el más joven de una larga línea de Baldomeros de tradición ganadera y, por lo tanto, tenía una colección interminable de trajes de charro a disposición; el segundo, que tomando en cuenta su condición de un niño de primaria sin bigotes y de metro y quince de altura (aunque ya para sexto le apuntaban unos mostachos bajo la nariz y su estatura iba en aumento), nuestro compañero era el vivo retrato de don Emiliano Zapata.
Otro que resultaba que ni pintado para su papel era Víctor, el único güero del salón, a quien le ponían una media en la cabeza y le alborotaban los pelos de la nuca y quedaba hecho todo un cura Hidalgo. Aunque, a diferencia de Baldomero, él no tenía en el armario una sotana negra y cada año era necesario improvisarla y, a medida que el cabello se le oscurecía por la edad, también hubo que talqueárselo un poco.
A cambio de esos triunfos del cásting, cosechamos fracasos notables: a Kani, que era hija de japoneses, le pidieron interpretar a doña Josefa Ortiz de Domínguez y nos llegó de kimono al festival. A mí me eligieron para ser Victoriano Huerta y, no sé movida por qué razón, mi madre me mandó de traje y bombín de cartón en vez de vestido como militar asesino. Mi consuelo fue que, debido a la confusión de fechas y acontecimientos propia de cualquier festival escolar, tuve la dicha de mandar a Baldomero al paredón.
Cualquiera creería que tanto civismo debería habernos vuelto unos patriotas. Pues no: en la fiesta de fin de sexto bebimos por primera vez (con una caja de Coolers tuvimos para ponernos hasta el cepillo cuarenta niños) y Baldomero, entre llantos, nos confió que el sueño de su vida era ser luchador en patines, vivir en Oklahoma e incinerar sus trajecitos de charro con un lanzallamas.
Volví a topármelo años después y se había teñido de rubio. Las armas nacionales, ay, no se cubrieron de gloria.
(Antonio Ortuño)