El otro día, hurgando en la patética programación que Netflix destina a los adultos de nuestro país, me encontré con Happy, un documental que vale la pena ver porque nos acerca a uno de esos temas que, de tan importantes, con frecuencia preferimos soslayar: la felicidad o la “calidad de vida”. En él aparecen personas de nacionalidades, edades y trabajos muy diversos (un chofer de bicitaxi en Singapur, un campesino en Japón, un monje en Francia, un pescador en Luisiana, un enfermero en Calcuta, un ermitaño en Brasil, por mencionar algunos). El denominador común era que todos se estimaban felices y afortunados. ¿De cuántos de nosotros se podría decir lo mismo? La pauta del documental eran los descubrimientos de algunos científicos de Harvard, quienes en los últimos tiempos se han interesado en estos temas. En las entrevistas, los sicólogos aseguraban que la felicidad no constituye un asunto tan subjetivo como siempre se ha pensado, tampoco una capacidad que poseen las conciencias extraordinarias. Al contrario, es posible medir el grado de bienestar que producen algunos cerebros entrenados para ello, y también los entrenados para el sufrimiento, la insatisfacción, el estrés.
Existen determinadas prácticas que propician la felicidad y están al alcance de todos. Entre ellas se destaca el ejercicio, el contacto con la naturaleza, los amigos o los seres queridos, las acciones que resultan provechosas para nuestra comunidad y, sobre todo, algo que estos científicos denominan la “concentración fluida”, y consiste en enfocarnos por completo en una actividad que nos produzca placer: la cocina, por ejemplo, el patinaje, la música, la escritura o cualquier otra forma de meditar activa o pasivamente. En pocas palabras, la felicidad no nos cae de repente, como los huracanes, la lotería o el chahuiscle. Exige que participemos en ella. Hay que propiciar las situaciones en las cuales ese estado se genera en nuestra mente.
Para asentar un hábito —sea bueno o nocivo— se necesita constancia: uno no se vuelve alcohólico en un día. Rumiar nuestros problemas, quejarnos de todo o mantener relaciones sadomasoquistas también implica cierto tipo de disciplina. ¿Con qué pensamientos, imágenes, fantasías, discursos o compañeros llenamos nuestra cabeza? ¿Nos ayudan a estar presentes, a disfrutar de la vida y a mejorar nuestro entorno, o todo lo contrario? Sean cuales sean las respuestas, no está de más el cuestionamiento, y tampoco recordar que nuestra higiene mental, como la de nuestro cuerpo, la decidimos nosotros.