En su Filosofía Zoológica, publicada en 1809, Jean-Baptiste de Lamarck propuso que los individuos sólo desarrollan las características que emplean con frecuencia, mientras que las innecesarias, o menos utilizadas, se atrofian paulatinamente. Las cualidades que un individuo practica durante su vida serían también las que hereda a su descendencia. Esto constituiría la base de la evolución. El ejemplo clásico es el del cuello de las jirafas: al tener la necesidad de alcanzar las hojas más lejanas de los árboles, se iría haciendo progresivamente más alto. Según esta teoría, en cada generación las jirafas tendrían cuellos más espigados, los brasileños culos más grandes, los franceses más enzimas para digerir los lácteos y los mexicanos la mano cada vez más larga.
Cincuenta años después, en su libro sobre la teoría de la selección natural, expuesta en El Origen de las Especies, Darwin asegura que los cambios en los seres vivos se producen al azar. Que estos cambios persistan o se extingan dependerá de su utilidad para que sobrevivamos en un ambiente determinado y nos adaptemos mejor a él. En pocas palabras, de nada nos servirá tener ojos azules si vivimos al rayo del sol, saber nadar si nuestro hábitat es el desierto o tener piernas gigantes si pasamos toda nuestra vida conduciendo un pesero.
Finalmente, la teoría sintética de la evolución aúna las ideas de Darwin con las de Mendel acerca de la herencia y los conocimientos modernos sobre el ADN. Según esta teoría, si tenemos un gen de honestidad en nuestra carga genética pero no lo utilizamos nunca o muy poco, será retroactivo y aparecerá cada vez menos en nuestra descendencia. En cambio, si durante toda la vida nuestros abuelos, nuestros padres y nosotros mismos asumimos que las leyes son para desobedecerlas, las autoridades para corromperlas, la policía para morder y los gobiernos para reprimir, lo más probable es que heredemos a nuestros hijos estas sanas costumbres y creencias.
Desde un punto de vista científico, lo que está sucediendo en México tal vez no sea tan dramático como suponemos: sin darnos cuenta estamos desarrollando una especie nueva y —si seguimos empeñándonos como hasta ahora— podría alcanzar muy pronto la perfección, una especie capacitada para vivir en ambientes hostiles y violentos, con aptitudes inigualables para el cinismo, el robo, el desencanto, el pasmo y la indiferencia, como seguramente no hay otra en el universo. Y si por pura mala suerte existe en Marte o en Urano, tampoco es razón para cortarse las venas. Seguro que, con un buen rollo y una corta feria, en alguna oficina de inventos intergalácticos nos otorgan la patente.
(Guadalupe Nettel)