El martes a eso de las siete de la tarde, mientras la lluvia y el granizo traían locos a los chilangos, la periodista y tuitera Magaly Herrera publicó en twitter la siguiente duda: “El DF parece un buen lugar para vivir ¿será?”. Hago mía esa pregunta lanzada al aire cibernético por la colega poblana, y le contesto que sí, que sí lo es.
Yo tuve una de las primeras pistas al respecto hace casi 33 años, cuando como parte de la delegación Jalisco de eso que se conoce como Niños Hidalgo visité en 1981, y durante una semana, la capital. En aquellos tiempos, y supongo que en estos, para alumnos aplicados de sexto de primaria era emocionante conocer al Presidente de la República, así fuera el menguante y ya polémico José López Portillo.
El mandatario nos regaló su libro Quetzalcóatl (¡Oh, sí!). La gira incluyó soplarse un rollo de Carlos Hank González, a la postre regente capitalino; fuimos a ver al Loco Valdés en una obra sobre Peter Pan. Si la memoria no me falla también vimos al Negro Durazo, pues nos llevaron a la Academia de Policía allá por el Desierto de los Leones. Asistimos a un show de delfines en Chapultepec, nos insolamos en el COM, el diploma que nos entregaron estaba firmado por el secretario de Educación Fernando Solana.
No fue, sin embargo, la nostalgia de ese tour lo que me hizo volver varias veces a la Ciudad de México cuando cursaba la universidad, en viajes que en bola hacíamos en tren (buena parte del trayecto lo pasábamos en el vagón bar) cuando los ferrocarriles de pasajeros entre Guadalajara y el DF todavía existían.
En esas visitas me aficioné a los cafés de la calle 5 de Mayo, a la agresiva enormidad del Zócalo, al sentido de grandeza que despiden el Palacio Nacional, el Paseo de la Reforma con el Ángel de la Independencia, el hórrido pero no menos imponente monumento a la Revolución, a la maravilla que era el Metro; me gustaron también algunas zonas de Chapultepec y barrios como el de Coyoacán, con sus librerías, la Roma o San Ángel. Nunca he sido mucho de teatro, pero la Cineteca era un oasis de visita obligada. Incluso llegué a venir de ida y vuelta para asistir a alguna corrida de toros.
En fin, eso que me hizo regresar y regresar fue que México era la ciudad en la que pasaban cosas.
Hoy pasan cosas en más partes del país. Son más y más visibles las expresiones culturales de ciudades medias; hay un menor aislamiento de muchas poblaciones, y existe una más adecuada valoración de la diversidad de varios estados. Pero la capital era, y me temo que es, para usar términos taurinos, la que da y quita en nuestra Nación.
Esto último, desde mi punto de vista, genera un ambiente marcado por una dualidad: hay más competencia y por ende más respeto a la divergencia. Y eso se respira, y eso se mete en la piel, y eso se vive y se vibra cada día. ¿Mi momento favorito del ser chilango? Cuando al amanecer veo el hormigueo en el Metro de miles y miles que se apuran para llegar a trabajar.
La capital no es ideal, y está lejos de ser un ecosistema exento de vivir retrocesos democráticos. Pero lo que con un poco de curiosidad se percibe desde la primera vez que uno aprecia esta ciudad es que aquí confluyen todas las expresiones, locales o foráneas, que han de determinar el paso de México, y eso sí creo que provoca una atmósfera irrepetible.
¿Centralismo? Quizá sí. Pero los chilangos desde siempre asumen esa centralidad con orgullo y a veces con responsabilidad, y eso hace que todos –a contrapelo de lo que decía el personaje de Héctor Suárez- sean (seamos) bienvenidos. ¿Te animas, Magaly?
El tono nostálgico de esta columna tiene un origen doble. En dos semanas cumplo 20 años de haberme mudado a la Ciudad de México y la fecha, perdonen el egocentrismo, me pareció que ameritaba el dar gracias a la capital por tanto recibido en estos dos decenios. Columnas que son como un retablo, pues. Y en segundo lugar hoy me despido de este entrañable espacio, de Más por Más, medio al que tanto cariño tomé en tan poco tiempo. Gracias a Caro Rocha, a Gustavo, y a todos en la redacción. Gracias a los lectores y larga vida a este periódico.
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