Cuando era niño concebía la felicidad como ese tiempo de utopía realizada en el cuál sería posible dormir todas las noches fuera de mi cuarto. El campamento, la casa ajena, el cuarto de hotel, las infrecuentes ocasiones en que llegué a pernoctar en la escuela: renegar del techo propio me parecía un ejercicio de libertad que asociaba íntimamente con la edad adulta.
Cuando llegó la edad adulta, en cambio, sólo quise estar en mi casa: un día ideal, para mí, generalmente transcurre en un territorio de 20 metros cuadrados con un libro y una conexión a internet satisfactoria. Por eso, volver a la precariedad de la falta temporal de casa y de rutina siempre me desconcierta, me saca de mis cabales, aunque a veces provechosamente.
Hace poco pasé una temporada así: dos semanas transcurridas entre hoteles en colonias que no frecuento mucho. Gracias a ello, y a una ruptura radical de mis costumbres, tuve ocasión de experimentar la Ciudad de México casi como turista: buscando en un barrio desconocido un lugar donde sirvieran un café decente, preguntando a los taxistas por una fonda recomendable, agotando a pie una ruta inédita de taquerías nocturnas.
Al comienzo de la experiencia no creí que sobreviviría. Dos largas e impensables semanas vagando sin demasiado rumbo, buscando opciones baratas para alimentarme sin tener una cocina propia donde hacer estropicios a gusto: ¡qué violación radical de mis códigos!. Pero al final terminó encantándome el asunto, y casi llegué a pensar que podría vivir, al menos durante un par de años, en un hotel de esos célebres que pueden pagarse por mes y donde siempre hay un grado importante de desmadre (no el Chelsea neoyorquino, que ya no existe, pero de perdis el Virreyes).
El hotel desepersonaliza todo, y hay algo satisfactorio en ello. Las cosas que nos rodean no son ya recordatorios constantes de todos los errores cometidos (o de los aciertos, vaya, pero esos son más escasos), sino neutras escenografías planeadas por un decorador de interiores que odiaba su trabajo y quizás a su madre.
En el hotel, según mi tímida experiencia, es más fácil darle rienda suelta a las más soterradas perversiones. Y no hablo de hoteles de paso ni de prácticas sexuales que involucren columpios, sino de perversiones íntimas y hasta aburridas, que en el espacio controlado del hotel pueden desplegarse sin el temor de ser cuestionadas por los seres que habitualmente nos rodean (cónyuges, vecinos, mascotas diversas).
En los momentos de crisis, un hotel es el mejor espacio para pensar, llorar o arrepentirse a solas. Todo ahí parece estar contenido dentro de algún paréntesis, y las consecuencias de una idea terrible terminan amortiguadas por el papel tapiz o por la alfombra oscura.
Me estoy reconciliando con mi infancia. No quiero volver a dormir en mi casa. ¡Intercambiemos todos nuestros departamentos para dormir cada vez en un sitio distinto! Quemaré los muebles, las naves, los despertadores. ¡El hotel es el nuevo paradigma de mi madurez a medias!