Iba a dedicar este texto a la zaga tragicómica de la relación entre Joaquín Guzmán y Kate del Castillo.
Quería revisar cómo hay un evidente juego de vanidades y admiraciones que al leer sus textos se vuelve más y más evidente. También se vuelve evidente la persecución de sus intereses personales.
Iba a comentar cómo a los mexicanos nos genera un morbo ambivalente ver que las estrellas y los enemigos públicos son tan comunes como todos y que al leerlos podría estar uno leyendo a cualquier persona que va en el Metro.
Torpes, inseguros, pretenciosos, ambiciosos, el gran capo y la renombrada estrella son simples mortales, quienes escriben mal, usan la palabra demasiado en lugares equivocados y se revelan como seres bastante solitarios. Casi trágicos. Casi cómicos. Se les lee ávidos de afecto, reconocimiento, encantados de jugar al protector y la desvalida.
Pensaba escribir algunas ideas sobre cómo el Chapo ha logrado ocupar un espacio inmenso en el imaginario colectivo y cómo nos irritan pero encantan -nos asusta pero nos gusta, diría Ana Bárbara- los héroes-villanos, los Chucho el Roto.
Y de cómo, en esa oda a los malos, somos capaces de omitir/borrar/olvidar a los miles de muertos que el negocio de la droga ha dejado a su paso. Olvidando las historias de terror de mujeres de Mochis o de Culiacán cuando uno de los cercanos al Chapo las seleccionaba. Y lo que eso significaba para su vida en lo sucesivo. Olvidando la tortura, la locura.
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Se me antojaba describir cómo resulta insólito que Kate del Castillo haya perdido la noción de la indispensable línea entre la ficción y la realidad, la distancia que hay entre ser la reina de los narcos en la televisión y ver morir -realmente morir- a los escoltas del Chapo Guzmán con los que conversaba felizmente hace unos meses. La diferencia entre salir del set al final del día y ver al Chapo detenido de por vida y tal vez enfrentado la muerte en los Estados Unidos.
De ahí quería saltar al hecho: El narcotráfico es un negocio cabrón. Violento de inicio a fin, en el que miles de chavos se inscriben en busca de una solución económica inmediata a sabiendas -a veces no tan sabiendas- de que su vida es lo que este negocio pide a cambio.
Los chavos canjean días, horas y semanas de vida por su sueldo.
Pensaba que este texto podía ser una gran excusa para tratar de ponernos un espejo como sociedad, una en la que gobierna el sospechosismo y que en esa imagen engrandecemos al miserable, defendemos a la ambiciosa y olvidamos a las verdaderas víctimas. La gente que está atrapada en vidas en las que no se debería vivir.
Iba a tratar de hacer ese ejercicio. En la fantasía de los que tenemos el privilegio de escribir en algún medio de que podemos cambiar el rumbo de las cosas.
Pero no. Así que en lugar de ponerme a sermonearlos, me concentraré en aportar a mis hijos, los únicos en los que un poco puedo influir.
Y a ellos insistirles que la violencia -toda, hasta la que no has visto o sentido- es condenable y es nuestro deber hacerlo, no asociarnos con ella. Que hay tentaciones que hay que saber resistir y que nunca hay que actuar contra nuestra intuición y nuestros principios.