No se me inculcó de niño el amor a la patria, y lo agradezco. Las pocas veces que he sentido algo parecido al orgullo de ser mexicano es cuando alguien, en otro país, me dice que le gusta el mole o el chile en nogada. Fuera de la mesa no concibo ni practico el sentimiento patriótico: ni en lo deportivo, ni en lo literario, ni desde luego en lo político —lo cual calificaría de perversión máxima o de pendejez irredenta—.
Tengo, desde que nací, una segunda nacionalidad por la que siento, si cabe, aún más indiferencia que por la mexicana. (Quiso la suerte, que es la única que manda en estos asuntos, que esa otra nacionalidad sea la española, tan poco popular esta semana.)
Pese a este completo desapego por la patria, muchas veces he celebrado el Grito, del mismo modo que en general me emborracho en Navidad aunque le tenga más respeto a Frank Zappa que a Cristo. No tengo ningún empacho en vivir con semejantes contradicciones, en parte porque le tengo aprecio a los rituales con independencia de su contenido ideológico y en parte porque me gusta el jolgorio, la francachela, el convivio.
Las mejores celebraciones de independencia que me tocaron fueron en Santa María Ahuacatitlán, en Morelos, donde viví varios años. El olor de la pólvora, aliado con el de la marihuana y el de las fugas de tanques de propano de los puestos ambulantes, le imprimía una sensación de peligro al ambiente que a veces sí extraño. Los juegos mecánicos oxidados, sostenidos por enclenques tabiques en la calle de la iglesia presentaban la versión más asequible de la posibilidad de “morir por la patria” de la que he tenido noticia. Los teporochos del pueblo andaban más locuaces ese día y en general reinaba en las calles un ánimo de transgresión que no cuajaba en crimen pero sí en sabroso pecado.
En el otro extremo, la fiesta patria más aburrida que me tocó fue en una embajada. Pura oficialidad sin chupe, puro protocolo con tortillas frías. (Lo contrario a festejar es escuchar discursos.)
Cada año, muchas personas con quienes siento afinidad política propagan la especie de que “no hay nada que celebrar este año”. Y supongo que tienen razón, y la tendrían siempre si repitieran el mismo mantra de aquí a que se acabe el mundo. Pero que no haya motivos para hacerlo nunca será un argumento para no celebrar, yo digo. La fiesta tiene su propia lógica que, pongámonos bajtinianos, no tiene por qué respetar los mecanismos de la razón instrumental.
Estoy de acuerdo con los más apocalípticos: se está yendo cada vez más al carajo todo: el “mutilado territorio” de la patria —como dijera López Velarde en su poema más citado y menos entendido, del que tomo el título de esta columna “festiva”— es una fosa ahíta de cadáveres de estudiantes, periodistas, obreros, mujeres y campesinos. Hoy, como en las épocas más oscuras, ser mexicano es vivir con notorias probabilidades de morir humillado y ultrajado y descuartizado y aplastado y orinado y que nunca se sepa qué pasó.
Pero salud y buen provecho, que todavía hay recalentado.