Ya estén impresos en papel, ya guardados en un lector electrónico, los libros no pueden dar a los más iluminados de entre nosotros lo que más necesitan: la sensación instantánea de significado recién creado.
John Gray, El alma de las marionetas
La noción de que la civilización humana progresa es un hecho que constatamos con fervor religioso cada vez que Apple lanza un nuevo juguete. No importa que tres cuartas partes del mundo estén sumidas en hambrunas, guerras sectarias, intervenciones neocoloniales, regímenes totalitarios, etc., no podríamos soportar vivir sin la idea cristiana de que la humanidad avanza y se dirige hacia algún lado.
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Las nuevas pulseras que registran en cada momento del día nuestra actividad y nos indican lo bien o mal que estamos viviendo o, cuando menos, tratando nuestro cuerpo son una manifestación clara de un deseo no reconocido: buscamos alejarnos lo más posible de una de las consecuencias más indeseables de la conciencia: la necesidad de tomar decisiones. Trasladar la existencia a una serie de variables informáticas que hacen de nuestra vida una ecuación supone la negación de los impulsos que definen nuestra especie. La duda, la debilidad y la fragilidad; los impulsos violentos, los deseos carnales y el deleite de la fuga se encapsulan en un dispositivo que califica nuestro paso por el mundo sin tomar en cuenta el estado de nuestra mente y nuestro espíritu.
La información inmediata, la ilusión del autoconocimiento generan un placer casi sexual en el consumidor. Un goce que ha sido perfectamente detectado por Apple y otras compañías que compiten en una enloquecida carrera por convencer al mercado (penosamente la forma más representativa de la identidad colectiva que existe hoy en día) de que su calidad de vida es tan grande e importante, que no cejarán en el empeño de lograr que una aplicación electrónica pueda administrarla sin sobresaltos.
Otra vez Gray: “Según los estándares aceptados, Estados Unidos es la sociedad más avanzada del mundo. Asimismo tiene el índice más elevado de arrestos, un poco por encima de Zimbabue de Mugabe. Alrededor de una cuarta parte de todos los prisioneros del mundo se encuentran en la cárceles estadounidenses”. A esto podríamos sumarle la venta indiscriminada de armamento ultra avanzado a países con regímenes totalitarios, que utilizan sus arsenales contra poblaciones civiles (como Arabia Saudita o los Emiratos Árabes, por ejemplo), el gulag moderno de las prisiones norteamericanas de máxima seguridad, el hecho de que en los Estados Unidos se consumen la mitad de los antidepresivos que hay en el mundo y un largo etcétera. Esto es el backbone del progreso tecnológico, el paso de gato por encima del escenario sobre el que representamos una farsa que finge que el mundo está a nuestros pies porque nuestro teléfono puede decirnos cuántas calorías estamos quemando cada vez que le enviamos un emoticon a un amigo. Una noción del progreso basada en un gigantesco e hipócrita simulacro que pretende hacer más simple la vida de los que pueden pagar los juguetes tecnológicos mientras las heridas del mundo “no desarrollado” sangran de manera cada vez más profusa.
(Diego Rabasa)