En unos pocos días y a consecuencia del aniversario luctuoso de uno y el fallecimiento del otro, nos encontramos en mitad de un huracán de elogios para un par de pájaros de cuenta a los que, quizá ingenuamente, habríamos podido suponer más allá de toda redención: Porfirio Díaz y Jacobo Zabludovsky. Caudillo sediento de presidencias, el uno, y rostro más visible por años del periodismo amañado con el poder, el otro.
La dormida vocación de sicólogos e historiadores de muchos se despertó por estos días a su respecto y de repente se alzaron voces que pedían “mostrarlos en toda su complejidad” y “entenderlos en el contexto de su tiempo”. Siendo el México porfiriano un país que requería una mano de hierro, dicen los exégetas, Porfirio vino que ni pintado. Y siendo el México de los años setenta y ochenta un país con un régimen de partido único, agregan, pues era natural que hubiera un Jacobo dando, cada noche, el parte informativo que mejor acomodara a los que mandaban. Es decir, que Porfirio y Jacobo tuvieron la mala suerte de ocupar los lugares de dictador y vocero del régimen casi por azar: le hubiera podido ocurrir a cualquiera. Total, los crímenes “son del tiempo”, como dijo Quintana, el romántico español.
Me sabe a poco que se exculpe a Jacobo de su papel como maestro de ceremonias de la simulación democrática por el hecho de que no haya dicho aquel: “Hoy amaneció soleado” luego de la matanza de 1968. ¿No lo hizo? Tampoco dijo nada de la matanza del 71, de los fraudes electorales de 1985 y 1988, el país caído en manos del narco y la miseria extendiéndose. Ah, perdón: sí dijo. Dijo lo que las oficinas de comunicación del régimen le indicaban. Que Jacobo haya sido un hombre culto, un buen conversador y un apasionado del Centro Histórico del DF no son sino macetitas de flores en la puerta de una mazmorra. Lo siento.
Lo mismo me da, también, si nadie encuentra el telegrama en el que Porfirio ordenó “matar en caliente” a unos opositores. Existe documentación suficiente sobre las condiciones de miseria de gran parte de la población y de la desigualdad del país que tan “paternalmente” gobernaba. ¿O creen que la Revolución la armaron unos ociosos para ver qué sacaban? Caray, pues piensan justo como las señoritas De la Corcuera…
Porfirio lleva 100 años muerto y un debate sobre él es, en todo caso, asunto de historiadores. El caso de Jacobo es más reciente y sangrante. ¿Si la opinión pública no tiene la capacidad de establecer un balance de lo que alguien hace, entonces para qué fregados sirve? Nadie, que yo sepa, intentó el linchamiento físico de Jacobo. Nadie se presentó a su funeral a decirles inconveniencias a sus deudos. ¿Por qué habríamos de callarnos los que pensamos que ser aficionado a los tangos y a los toros no excusa a ningún periodista de hacerse pato durante años en la silla más visible del país?