Hace unos días estuve en el desierto, en el reino hachemita de Jordania. No me pregunten cómo ni por qué pero estaba ahí con un grupo de periodistas atestiguando el milagro de ese sitio que alguna vez fue mar; ese lugar aparentemente sin fin que cada día se maquilla distinto con la arena errante que lo cubre.
La zona está llena de grandes agujeros que pensé que eran madrigueras de zorros o alguna otra alimaña, pero un joven beduino que nos conducía entre las piedras me aclaró que eran tumbas. “Hay tumbas por todos lados”, dijo tranquilamente. Le platiqué que en México es igual.
Fuimos testigos de cómo se prepara el shrak, pan beduino que se hornea en la tierra misma. Y mientras tomábamos té y esperábamos el atardecer aparecieron en la jaima o el campamento beduino dos hermanos, uno de unos diez años y el otro como de siete con un balón viejo en las manos. Se me acercaron y me mostraron el balón con una sonrisa de complicidad.
De ese modo sutil y perfecto yo, de 42 años, que no sé nada de árabe, que no sé nada de futbol y que sólo iba equipado con unas buenas botas, me enfrentaba súbitamente a ellos: dos niños con ojos enormes que no superan la primera década de vida, que no hablan español, que andan y juegan descalzos sobre las piedras, pero que a diferencia mía saben todo sobre futbol. Y eso que la selección jordana jamás ha clasificado a una Copa del Mundo.
No hablo del anecdotario de los partidos, ni de la memorización de los resultados de los encuentros (cosa que requiere un alto nivel de ñoñería), ni de tener las estampas necesarias para completar tu álbum del Mundial. Saber quién es Messi y Maradona no es necesariamente saber de futbol. Hay comentaristas de este deporte que parece que saben mucho pero si jugaran cinco minutos morirían de un infarto. Lo que estos hermanos sabían era que para jugar futbol no necesitas tener nada en común mas que un balón.
Poco les importaba que fuera yo cristiano o musulmán, mexicano o jordano, ellos querían jugar y jugaban bastante bien. Mientras corríamos bajo el duro sol del desierto y yo me acercaba peligrosamente a un paro respiratorio, tuve la revelación de que antes del teléfono y de los satélites, y de los medios masivos y las redes sociales, no hay mejor medio de comunicación en este mundo que un balón. En su redonda empatía permite a las personas de diferentes credos y culturas pasársela bien sin tener que mediar una sola palabra. Hasta me acordé de un fragmento del hermoso texto de “Los Conjurados”, de Borges.
“En el centro de Europa están conspirando.
El hecho data de 1291.
Se trata de hombres de diversas estirpes, que profesan
diversas religiones y que hablan en diversos idiomas.
Han tomado la extraña resolución de ser razonables.”
No ignoro que el balón también ha sido en algunas ocasiones el eje de la discordia y la tragedia, pero se inventó para jugar, y eso lo hace uno de los inventos más felices en la historia de la humanidad. ¿O habrá sido una revelación?
Debo decir también que, en dicho encuentro, el equipo mexicano encarnado en mi persona guardó respeto a las tradiciones y perdió estrepitosamente ante la joven selección jordana con un marcador de tres goles a cero. Para que luego no digan que uno no honra a sus antepasados.
¿El Mundial, qué? ¡Que viva el futbol que se juega en las calles, en los llanos y los desiertos del mundo! El futbol sin glamour ni trasnacionales que sólo se vive jugándolo, ese juego simple en el que lo único que se puede ganar, más allá del partido, es la maravillosa experiencia de sentirse vivo.
(FERNANDO RIVERA CALDERÓN / @monocordio)