Cuando Götze bajó el balón con el pecho y metió ese zurdazo que ni dios padre hubiera detenido, en la playa Copacabana se escuchó un festejo que venía del fondo y de todos lados. Miré hacia mi alrededor y no vi a un solo alemán. Lo que vi fue a miles de brasileños que celebraban el gol como si hubiera anotado Neymar. Ese momento resumía todo lo que me habían contado desde que Brasil fue humillado por los alemanes y Argentina había vencido a Holanda: el dolor de los brasileños era tan grande que el acabose hubiera sido que Argentina se coronara en el Maracaná.
Pero Argentina es Latinoamérica, le dije a un joven taxista que manejaba como todo buen cafre que se precie de serlo. Sí, Argentina es un país hermano, me contestó, Pero los argentinos hablan demasiado, se creen mucho.
Y por qué mejor no apaga el televisor y se olvida del futbol, le sugerí a Gilmar, el entrenador del equipo de Ciudad de Dios, un negro robusto que habla rapidísimo, como si recibiera una comisión por cada palabra. Una final en el Maracaná, aunque sea sin Brasil, es una final en el Maracaná, me dijo y luego, ya en el tren de confesiones, agregó: Los argentinos son muy violentos, no merecen ganar.
A Messi le falta levantar una copa, le dije a una colega cuando visité Sao Paulo. Le haga falta o no, en Maracaná no tiene por qué ganarlo. ¿Y eso?, le pregunté. Porque todo el tiempo nos lo van a restregar; ¿sabes cómo son los argentinos?
Alemania los humilló, le dije a un barman en Vila Madalena, Sao Paulo. Pero será más humillante si gana Argentina; ahí sí tocaríamos fondo, me contestó. Ya tocaron, le reviré y él solo me sirvió el trago y no volvió a atenderme.
Dejé de preguntar, primero, porque ante el éxodo de argentinos a Río, todos los latinos teníamos cara de argentinos y me daban por mi lado: ¡Oh, sí!, yo quiero que gane Argentina, me decían, pero cuando sabían que era mexicano se sinceraban: La verdad le voy a Alemania, los argentinos no me caen bien.
Segundo, porque para entonces me había enamorado del país y no quería que sus fobias futbolísticas me apachurraran el corazón. Y, por último, porque con los argentinos que llegué a hablar antes del partido no bajaron de perdedores, orgullosos y tontos a los brasileños.
Entonces vino el gol de Alemania y muchos brasileños en Copacabana comenzaron a cantar: ¡Mil goles, mil goles, mil goles! ¡Sólo Pelé!, ¡Sólo Pelé!, ¡Maradona inhalador! Hasta fuegos artificiales hubo. Los argentinos comenzaron a irse antes de que terminara el partido y, en el camino, algunos respondieron con golpes e insultos a las burlas. ¡Hijos de puta!, ¡Hijos de alemanes negros!, ¡Ustedes se tragaron siete goles!, ¡Regrésense a los árboles de donde los bajaron!, le oí decir a varios argentinos que llevaban el diablo latiendo fuerte.
Pero fue un viejo, con la playera de Brasil, que soltó la frase más racista de la noche: ¡Lárguense a su país!
Le dije a Diego Osorno, el colega con quien vi el partido en Río, que aquello era como el odio que llegan a tenernos muchos gringos y viceversa o como cuando todo árabe es mal visto en el mundo occidental.
Este Mundial sirvió sólo para acrecentar el odio que nos tenemos, me escribió un amigo argentino y yo me acordé que por esas rivalidades insanas, entre otras cosas, fue que el futbol dejó de entusiasmarme.
PD:
Llegué casi a media noche a la favela donde unas amigas me dieron asilo –es una favelita tranquila frente a Santa Teresa, el barrio hipster de Río–. Un vecino tenía fiesta, aventaba cuetes como si fuera el 15 de septiembre y escuchaba a Scorpions.
Kafka se había apoderado de Río.
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8ALEJANDRO ALMAZÁN / @alexxxalmazan)