‘La Alemania de todos’, por @apsantiago

Schürrle picó por la banda izquierda con una velocidad fuera de toda lógica para el ocaso de un segundo tiempo extra, cuando los jugadores suelen ser piltrafas. Si no fuera alemán podríamos decir que estaba dopado y nadie nos cuestionaría. Pero lo es. Y no sólo sacó fuerza para avanzar como un Mercedes Benz, sino que se quitó de encima a Mascherano, un tipo que luchó toda la Copa del Mundo inmolándose en cada jugada. Al Hércules argentino no lo había detenido nada, ni el desgarre sufrido ante Holanda en el último recoveco de sus entrañas. Aunque él lo negó, era Rambo.

Pero Schürrle no sólo corrió y se quitó al superhombre enemigo, sino que envió el balón con una exactitud digital hacia su compañero Götze.

Cualquier delantero ansioso, sofocado por un Maracaná atestado en el cierre de una Final Mundial de estrés y neurosis, se habría despojado de ese segundo saturado de historia con un remate de primera intención, un gesto intuitivo colmado de fe, como quien tira una moneda a un estanque para que Dios lo ayude.

Pero no: Götze tuvo una calma monástica para pensar en un polvo de tiempo en el que los normales no alcanzamos a pensar. Mató la pelota con el pecho, como el hombre que se permite tomar suavemente la nuca de una mujer antes de besarla, y se acerca sólo después, cuando los labios están justo frente a él. Sólo cuando la pelota flotaba en el lugar exacto, Götze le pegó de zurda sin fuerza bruta. Su ángulo era una rendija donde asomaba un destello de luz. No importó: con el rigor de un relojero la puso ahí, junto a la mano de Romero, el arquero que había sido un magneto infalible.

Götze hizo un gol que, hace años, cuando al futbol lo dominaba una rígida división geográfica, sólo pudo ser atribuido a un brasileño o un argentino. Es decir, fabricó un gol artesanal, que, por error, podríamos definir como de manufactura sudamericana.

Pero en esta sorprendente Copa del Mundo los estigmas raciales y de nacionalidad han muerto.

Alemania fue sutil, ganó con gracia y solidaridad, interpretando iluminada cada nota de su partitura.

Argentina, en cambio, fue una Alemania de otra era: un bulldozer cuyo único genio desapareció. Messi decidió volverse un tipo normal, sacarse el aura de fenómeno y cederlo al soldado Mascherano. Jamás sabremos por qué. Y si la figura de Argentina era su medio de contención, algo andaba mal.

En este equipo germano que festejó sin una euforia que ofendiera al rival -como si hubieran ganado una cascarita entre cuates- jugaron ghaneses, turcos, polacos, tunecinos, alemanes. Si al Planeta Tierra hay que convencerlo de que sólo podemos ser felices si todos somos iguales, esta Alemania campeona hizo campeón al mundo.

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(ANÍBAL SANTIAGO / @apsantiago)