Lo tengo más o menos claro: soy un poco hipocondríaco. La atención desmesurada a las señales del cuerpo, que siempre tuve, se encontró en algún momento de mi vida con el internet y todo comenzó a irse al carajo. Regados por la información que logro arrancarle a Google, mis síntomas crecen como esos animalitos de goma —juguetes de la infancia noventera— que se hinchaban al contacto con el agua. Pero más que información sobre procesos patológicos, Google me da la herramienta básica de la hipocondría: palabras.
La comezón, cuando se llama “prurito”, pica de un modo más preocupante, y así con todo: la maldición de la terminología médica tiñe de un tono violáceo las más inocentes sensaciones.
Ser hipocondríaco, en definitiva, es una afección del lenguaje. Así como los esquimales, según el repetido mito, tienen no sé cuántas palabras para designar “nieve”, así el hipocondríaco matiza hasta el absurdo un dolor que para otro no es más que un pedo atorado. Nombrar las cosas es darles otro peso, y los sinónimos no funcionan como nos enseñaron en la escuela, apuntando todos hacia el mismo objeto, sino que multiplican los seres o, en este caso, los síntomas hasta el vértigo.
Pero esta hipótesis sobre la hipocondría no elimina el problema de fondo: cuando le pones palabras sofisticadas a un dolor específico quizás lo estás magnificando, pero no por eso deja de haber un dolor subyacente. La nuez de realidad en la pesadilla del hipocondríaco es el origen de todos sus desvelos, el ítem incomunicable que el resto de la gente desdeña. Una exageración es una exageración es una, en eso estamos de acuerdo, pero también está “lo que se exagera”, arropado por las capas de lenguaje como un cocodrilo escondido entre la maleza, en silencio, que ataca de pronto. Eso es lo que no ven los que juzgan con ligereza al hipocondríaco: tienden a confundir la exageración con la llana invención, más propia de los dementes. Lo repito: la hipocondría surge de una atención hipertrófica, como la poesía o la criminalística.
La epidemia es la venganza culposa de los hipocondríacos: avanzamos por las calles con aires de “se los dije” y el paisaje de tapabocas en los vagones del metro nos sabe a victoria agridulce: de pronto todos cantan la balada del síntoma, la apropiación frívola de la jerga científica.
Hablar de enfermedades puede ser considerado de mal gusto en algunos círculos… a los que no pertenezco. Para mí, la charla que se demora en distinguir el reflujo de la gastritis encierra una suerte de placer perverso. Pústulas, humores, ganglios tumescentes: el lenguaje de la enfermedad es una fiesta gozosa, una posada sin tejocotes en la que se charla en esdrújulas y palabras terminadas en “itis” y todos beben jarabes.
Así como el amor transforma los lunares del otro en constelaciones, la hipocondría puede transmutar los propios en negros heraldos. Uno y otra, amor e hipocondría, funcionan como bestias salvajes de la analogía. Uno y otra le imponen al mundo un significado que falta.