Un taxista le dijo a Julián Herbert (Acapulco, 1971) que fueron los Zetas quienes mataron a 303 chinos en Torreón. “Esos güeyes son los que matan a todos”, murmuró sin mirarlo por el espejo retrovisor. Otro taxista le habló de aquella vieja leyenda que le ha dado vuelta al mundo: esa donde se asegura que fue Pancho Villa quien mandó a asesinar a los chinos. “Hasta un cañonazo quedó en el casino, donde esos güeyes (los chinos) se juntaban para fregar a mi general Villa. Es que eran los dueños de todo, oiga. Eran los ricos, pues. Y mi general no se andaba con mamadas. Se los chingó por culeros”. Y hubo una historiadora que le platicó detalles de la masacre, basándose en la versión oficial que se desprendió de cuatro investigaciones ordenadas por el Estado: por el puro gusto de asaltarlos, el pueblo menesteroso de Torreón mató a 303 chinos en 1911.
Herbert, quien es un escritor y poeta (y loco) y vocalista de la banda de rock Madrastras, no es de los que se va con las fintas y acaba de hacer otra de sus genialidades: escribir una extraordinaria crónica donde cuenta una historia de migración, de violencia, de racismo, de impunidad y de cómo el poder manipula la realidad. En otras palabras: ni Pancho Villa ni los Zetas tuvieron qué ver; la matanza de los chinos fue un crimen de odio cometido por las tropas maderistas y por los ricos de La Laguna. Xenofobia al natural.
Herbert teme que este reportajegonzo-crónica-ensayo-antinovela histórica-híbrido moleste a más de uno en la comunidad lagunera porque la masacre de los chinos es un tema que la sociedad torreonense han guardado muy bien bajo la alfombra. Pero lo dijo Herbert hace unos días, cuando presentó La casa del dolor ajeno (Random) en la Feria del Libro del Zócalo: esta obra, más que buscar pleitos, es un canto de amor a La Laguna y un intento por restituirle la dignidad a los migrantes. Herbert conoce muy bien La Laguna. Desde los 17 años vive en Coahuila y ha vagabundeado por Torreón. Conoce sus calles y sus cantinas, sabe por qué sus banquetas son más amplias que en cualquier otra ciudad, sabe que los chinos llamaron Tsai Yüan a Torreón, sabe cómo se le llama al estadio de los Santos (de ahí el título del libro) y, muy probablemente, debe saber que al torreonense lo pican los moyotes y no los mosquitos, o que quien va a correr al Bosque Venustiano Carranza lo hace porque tiene problemas de sobrepeso.
En algún momento, Herbert se pregunta quién querrá leer una historia que sucedió hace más 100 años. Yo, que sólo soy un lector, le respondo: 1) porque Herbert es el mejor narrador mexicano, 2) porque cada frase y dato fueron trabajados con la curiosidad y la honestidad del buen periodismo, y 3) porque echa abajo una verdad histórica. Creo, estoy seguro, que La casa del dolor ajeno trae consigo la reflexión sobre el daño que nos provocan las versiones oficiales. Los fantasmas de Tlatelolco, de Acteal, de El Charco, de San Fernando, de Ayotzinapa… se nos aparecen sin que Herbert los mencione. El único caso que pone sobre las páginas es la masacre de Apatzingán, ocurrida en enero de este año. El paralelismo con “el pequeño genocidio” de chinos es brutal: el gobierno investigándose a sí mismo para concluir que fueron las víctimas quienes tiraron primero.
Le dije a Herbert que La casa del dolor ajeno es una clase de periodismo, que le ha quitado el corsé a eso que los ortodoxos llaman periodismo de investigación. Herbert, quien es un bato a toda madre, no se la cree.