La primera vez que acudí a las urnas fue en la elección para jefe de Gobierno que le dio por primera vez el gobierno de la Ciudad de México a un partido de izquierda. Fue una campaña emocionante y aún recuerdo con mucha nitidez el discurso que dio Cuauhtémoc Cárdenas en el Zócalo abarrotado ante un público atípico en mítines políticos, ya que estaba conformado, en su inmensa mayoría, por personas no sujetas a fuerzas clientelares; ciudadanos, pues.
Ninguno de los cuatro jefes de Gobierno perredistas pertenece hoy al partido que, como dijera un querido amigo escritor, tiene hoy como su máxima virtud el logotipo del sol azteca diseñado por Rafael López Castro. Después de haber sido la segunda fuerza electoral en las últimas dos elecciones presidenciales (la primera en la elección de 2006, pensamos algunos), el partido –infestado de corrupción, atrincherado en un cerco reaccionario que se niega a observar lo evidente, cooptado por un grupo nefasto que lo ha erosionado quizá irreversiblemente– tiene apenas un par de puntos de ventaja sobre el impresentable PVEM en las encuestas que perfilan la próxima renovación del congreso.
Otra encuesta publicada este lunes por el diario El Universal recoge con precisión el sentimiento de los habitantes de la ciudad. La corrupción en las delegaciones alcanza niveles de una flagrancia cínica y aberrante. Habitantes de todas las delegaciones, en porcentajes que van del 67 al 82%, piensan que la corrupción es un problema grave o muy grave. El porcentaje de personas que cree que la corrupción ha empeorado en los últimos seis meses creció del 47 al 64%. El otorgamiento irregular de usos de suelo residenciales y comerciales, los escándalos de corrupción en delegaciones como Iztapalapa, Coyoacán o Miguel Hidalgo, el hoyo negro del entuerto de la Línea 12 del Metro, la cercanía con Los Pinos del Jefe de Gobierno, los chapulines que dejan sus demarcaciones atravesadas por la corrupción en busca de un fuero federal, el estallido de la burbuja que libraba al D.F. del narcohorror, las eternas y permanentes promesas fallidas en materias de renovación del transporte público (microbuses) o de gestión de la basura y un penoso etcétera, han sepultado la idea de la ciudad de la esperanza. El proyecto amarillo está agotado y lo más preocupante es que no parece haber alternativas ni en este ni en otro partido para rescatar lo que se perfilaba como un bastión progresista dentro de una República que se hunde.