Empecé a escribir en este periódico en 2013. Con frecuencia me preguntan cómo era la Ciudad de México de entonces. Suelo responder que bastante cándida. Creíamos que vivíamos en una megalópolis, pero apenas contábamos veintitantos millones de habitantes, 16 delegaciones y un área metropolitana en la que aún no figuraban Cuernavaca, Pachuca, Puebla de Moreno Valle, Querétaro y Toluca. Así de pequeñita era nuestra capital.
Vaya que ha cambiado su aspecto. En aquel año todavía podían verse muchos ejemplos de art deco y arquitectura moderna. El siglo XX seguía a la vuelta de la esquina. Es una lástima que a partir de los terremotos de 2019 hayan desaparecido tantos edificios de esos años en la colonias Roma y Condesa, pero más coraje da que hayan estado mal construidos y que sólo estuviéramos “preparados” para los sismos cada 19 de septiembre.
Regreso a 2013, que fue un año de malestar social: a cada rato había manifestaciones, ya sea en contra de la reforma educativa o hacendaria o energética. A casi nadie le caía bien el presidente Peña Nieto, y también era común criticar al jefe de gobierno, que era un doctor en Derecho de apellido Mancera. Lo mismo con los diputados y senadores y con todos los demás. A 100 años de la Decena Trágica, nuestra escasa confianza en el Estado nos convertía en una sociedad auténticamente trágica, a pesar de que nos sentíamos muy críticos o que estábamos actuando.
En el gobierno de la ciudad estaban de moda la “recuperación de espacios públicos”, los “parques de bolsillo” y la “peatonalización” de calles, aunque no la calidad de vida de los capitalinos. Un caso: en 2014 se invirtieron millones de pesos en “semi peatonalizar” un tramo de Avenida Chapultepec, pero nunca se consideró el ordenamiento del comercio informal y del transporte público en las inmediaciones de la estación de metro Chapultepec. Y ni hablar de la fuente dieciochesca que a nadie le importó salvar.
A mi juicio, la corrupción y la ignorancia eran características de muchos gobernantes, pero también de muchos ciudadanos. A lo mejor algunos lectores longevos se acuerdan de que en 2013 estaban en boga entre los jóvenes las bicicletas y la colonia Juárez (actual colonia Osorio Chong) y los festivales de rock y las redes sociales (unas plataformas que le conferían a los usuarios una peculiar sensación de relevancia). Vuelvo a decir que éramos una ciudad cándida.
Poco nos imaginábamos la inundación de 2025 o que recientemente se demolería la Casa Luis Barragán para construir el estacionamiento del Mega Centro de Espectáculos Miguel Hidalgo. Qué poco nos ha importado el patrimonio de esta ciudad. Pero así ha sido siempre. Como cuando un puñado de autoridades echó a perder El Caballito, justamente en 2013, pero nadie se hizo responsable.
Sí que éramos inocentes los distritofederaleños, pero ¿también más felices? Yo pienso que igual que ahora. En el otoño de aquel año se me ocurrió publicar en este periódico una crónica supuestamente escrita en este 2051. Mi intención era adivinar ciertos progresos: en el futuro leeríamos más, habría muchos más árboles y espacios verdes y desaparecería el clasismo que históricamente nos hemos impuesto. Me equivoqué tanto que da vergüenza. Debí ser menos optimista.
(JORGE PEDRO URIBE LLAMAS / @jorgepedro)