Los que no sabemos viajar más que por nuestras propias obsesiones recorremos el mundo haciendo comparaciones idiotas e impracticables. Soy tan mal viajero y tan poco cosmopolita que no puedo evitar superponer mentalmente un mapa de mi colonia sobre el mapa de la ciudad o el pueblo que visito, cotejando en mi fuero interno las esquinas, los cafés y la comida cada 15 pasos.
Hace unos días terminó, después de tres largas semanas, la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires, que no tuvo país sino ciudad invitada de honor: la Ciudad de México. Fui invitado por la Secretaría de Cultura del Distrito Federal a formar parte de la delegación de chilangos en aquella feria, junto con otros casi 80 escritores, y pasé cuatro intensos días en una ciudad que he idealizado durante años, regando mi fascinación con algunas muy breves y esporádicas visitas.
Pero el fantasma de la comparación, nuevamente, flotó sobre mi travesía. Tras escuchar como de pasada que el barrio en el que me hospedaba, Palermo, era una especie de Colonia Roma, no pude sino caminar pensando que caminaba en una versión conosureña de la Roma, con más librerías y menos guardaespaldas, con más heladerías y menos valet parkings. A la célebre avenida 9 de julio la equiparé de inmediato (y en voz alta, para sorpresa de mis acompañantes) con Paseo de la Reforma. Y así sucesivamente.
Cuando caí en cuenta —avergonzado— del mecanismo de constante comparación que establecía entre las dos ciudades, supe que eso, esencialmente, es para mí ser chilango: llevar la maldición de la Ciudad de México a donde quiera que vaya.
Cuando era chico, mi padre y yo nos fuimos del DF a Cuernavaca huyendo de los niveles de smog de los años 90; crecí en aquella primaveral ciudad, donde viví hasta la adolescencia, pero siempre con el fantasma de lo chilango como una sombra oscura que se cernía sobre mí. Me había ido a Cuernavaca por el DF, no por Cuernavaca. Cualquier decisión geográfica que he tomado desde entonces se rige por el mismo principio: las ciudades que he visitado y en las que he vivido son siempre interpretadas y juzgadas con la imagen caótica del Distrito Federal en la cabeza.
Pese a todo esto, claro, disfruté Buenos Aires. Fui a fondas cochambrosas que me recordaron las fondas cochambrosas de la Ciudad de México, pero en aquellas servían trozos de carne que todavía estoy digiriendo. Paseé por Puerto Madero y los horribles edificios de oficinas que brotaron ahí durante los últimos 10 años me recordaron nítidamente a Santa Fe, pero en Puerto Madero era más fácil ignorarlos por la cercanía del río y una reserva natural.
Eso sí: compré libros con una compulsión dañina, convencido de que en la literatura argentina, ya que no en las calles de Buenos Aires, terminaría por olvidarme un rato de quién soy y dónde vivo, y lograría aprehender —un poquito, al menos— la especificidad de Palermo que en mi terco y autorreferencial paseo había obliterado.