Sí, la Ciudad de México es una metrópoli refugio. Aquí nací cuando los amaneceres irradiaban luz de claridad marina, cuando niñas y los niños cerrábamos las calles para patinar. En el Colegio Madrid, fundado por intelectuales republicanos perseguidos por el franquismo, aprendí que podíamos elegir, comprendí que en patriotismo es lo mismo hipocresía que ignorancia, convicción que destierro.
La patria la llevas en el alma, dijo la maestra Luz, quien me abrió los ojos del corazón a la literatura. En secundaria nos explicaron que pronto llegarían estudiantes de Chile, Uruguay, Argentina, cuyas familias huían de la dictadura. Les recibimos como si fuesen hermanas recién nacidas a una vida en la que se valía reír y cantar victoria, recitar poemas de García Lorca, de Luis Cernuda y criticar al Negro Durazo, padre de la narcopolicía nacional.
De Europa y América arribaron chicas de mi edad cargando una tristeza en la mochila, esa que sólo conocen quienes han tenido que huir por sus convicciones.
La Ciudad de México no tiene puertas, decía mi abuela en cuya casa en la calle Río Nazas cantaba fados Amalia Rodríguez y se recitaba a Camões como quien enuncia saudades. No hubo un extranjero que no se sorprendiera de la amabilidad mexicana, ante los diminutivos: el porfavorcito una tacita de café con un poquito de leche. Los mexicanos hablan de los alimentos con ternura y piden todo con sorprendente amabilidad, decía un catalán azorado.
La Capital se llenó de intelectuales, de poetas, pintoras, revolucionarias y escultores que buscaban una ciudad viva, tan sorprendentemente viva que se ríe y baila con la muerte. Una ciudad para refugiarse de sus miedos y de sus enemigos mortales, donde nadie te niega un vaso de agua y un buenastardes. Aquí se asentaron los poderes federales con lo mejor y lo peor de México. Aquí los 32 estados tienen mansiones inmensas como embajadas, vacías por dentro como los principios de los gobernantes que las compran.
Aquí llegan personas de todos sitios cargando un sueño, un ideal escrito en el recorte de algún poema de Luis Cernuda, León Felipe o María Zambrano. Aquí los universitarios van a la casa Trotski a escuchar el eco de una libertad fracasada que intentan revivir con dulce ingenuidad y las mujeres se cuelgan aretes con el rostro de Frida Kahlo como abalorios feministas.
En esta ciudad cada 10 días una o un periodista que huye de la mano sangrienta de un sicario encuentra abrigo. Aquí se refugian tejedoras mayas y jardineros zapotecos, en las calles, el centro histórico la vida ruidosa, plagada de aromas confundidos recibe a quienes huyen del peligro, de la pobreza, de la muerte, del vacío existencial. Son pocas las ciudades de mi país en que perciba con tanta claridad la sensación de barullo libertario, el tufo de la bilis de los poderes fácticos, el dulce sabor de los besos amistosos, los abrazos cálidos que nos llaman hacia la vida, lejos de la muerte anunciada. La ciudad que se pelea consigo misma, el ombligo de todo y de todas. Por alguna razón inexplicable, aun a pesar de los colgados en el puente, de la masacre de Narvarte, persiste el sueño de la Ciudad Refugio donde la vida se respira entre una y otra bocanada de aire opaco y viento fresco.