A la memoria de David Bowie
Siempre he creído que uno de los mayores temores de la humanidad es terminar solo y abandonado en la calle; que uno hace todo (tiene hijos, trabaja y trabaja, ahorra, construye una red solidaria, etcétera) para no terminar así. Por eso, cada vez que veo un viejo indigente, se me rompe el corazón. Pienso, ¿cuántas cosas debieron haber salido mal?; también pienso: a lo mejor no muchas, tal vez ese viejo dio un día una vuelta equivocada, tomó una mala decisión tardía o lo alcanzó una tragedia cotidiana que lo lanzó a la calle.
Esta era la sensación que tenía hace exactamente un año, cuando mudé mis oficinas al centro (hoy estoy de regreso en la Roma) y debía pasar todas las mañanas por avenida Independencia, frente al Jardín Santos Degollado. Allí, se ponen todas las mañanas unos vendedores de jugos, tortas y tamales. También se ponía una viejecita sentada en silla de ruedas. Era muy gorda así que más bien se desparramaba en su asiento. No podía valerse por sí misma. Estaba atorada en el parque y dependía de la red de solidaridad de la cuadra. Alguien en la mañana la ponía a pedir monedas en la banqueta. Quién sabe cómo pasaba la noche. Siempre me dio una enorme curiosidad y un día me prometía investigar.
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El otro día, sin embargo, vi en la calle un periódico amarillista. Allí estaba la viejecita en primera plana. La cabeza decía “murió sola” o algo así. Estaba en la misma silla de ruedas, con las mismas ropas voluminosas del invierno pasado, sólo que con los ojos cerrados. Como si la muerte le hubiera llegado sin dolor ni prisa o sorpresa. Imagino la pequeña red de conocidos del parque dando aviso a las autoridades, rodeando el cuerpo, mirando a la prensa tomar sus fotos.
Leo en la red lo siguiente: la secretaría de desarrollo social no sabe exactamente cuántas personas en situación de calle mueren en la ciudad de México (se calcula, que viven un poco más de 4000 en las banquetas, las alcantarillas, los camellones, los parques y las salidas del metro). Cuando uno de ellos enferma, los hospitales no distinguen entre personas en situación de calle, sólo saben que son personas “desconocidas”. Lo mismo pasa cuando una de estas personas muere: llevan su cadáver al servicio médico forense y queda registrado como un desconocido… aunque uno conozca a esa viejita por pasar frente al parque todos los días y se fije precisamente en ella por temor a terminar igual, en el mismo lugar sin nombre, donde acabaremos ella, usted y yo, de cualquier manera.