La Doña recibía a mi hija de cinco años en el camerino con un abrazo dulce y apretujado, y esa voz rasposa que alegre pronunciaba: “hola preciosaaa”. Entonces, ambas iniciaban un viaje rociado de fulgores dorados, tintineos y destellos de plata.
La Doña, un personaje de farsa que imitaba a María Félix, ante el espejo se pintaba los labios de rojo Venecia, acomodaba su blusa negra de cuello alto, ensartaba las peinetas en sus espesos bucles negros, delineaba sus cejas y, de pronto, abría un cofre: iban saliendo brazaletes, anillos, collares, una constelación de alhajas de fantasía con que se ponía guapa, y que mi hija miraba con una sonrisa muda y estática: el gesto azorado de una niña a punto de entrar en un cuento verdadero.
Y es que si bien Nocturninos, el programa de TV del que yo era parte, iniciaría en minutos, La Doña se daba tiempo para llenar de “joyas” a mi hija. Enseguida, ya proclamada princesa –según todas las leyes de la Constitución de las Princesas-, la pequeña se sentaba en un sillón del foro a observarnos. A las 23:30, Horacio Villalobos y los otros tres conductores abríamos la transmisión con este tarareo: Tarararará-tarantán-tarantán-tan-tan (ellos lo negaban, pero yo era el que mejor cantaba). En ese instante, hecha una diosa de tacones y con un salto de potencia masculina, La Doña entraba a cuadro para alburearnos y hacernos unos arrumacos. Todo en vivo.
Una noche al acabar el programa, en el auto rumbo a casa, mi hija me cuestionó: “Papá, La Doña tiene voz de hombre. ¿Es hombre?”. “Sí –le aclaré-, es hombre y en realidad se llama Daniel” “¿Y por qué se viste de mujer?”, preguntó. “Es actor, y un actor, aunque sea hombre, puede interpretar el personaje de una mujer. O de dragón o flor. Debe actuar de lo que sea”. Me oyó sin decir nada y se quedó dormida.
En enero pasado el fantástico programa acabó, y esa tristeza yo la superé más rápido que mi hija. “Papi, quiero ver a Daniel”, me pedía.
Daniel Vives es un tipo adorable: posee una increíble destreza para que te sientas querido, y una inteligencia de bisturí que con unas cuantas palabras te hace comprender tus dolores. Pero pasó el tiempo y dejé de verlo.
De igual manera, fuera del escenario suele maquillarse y usar ropa femenina (una vez lo vi con una camisa con aditamentos que simulaban el busto). Por eso, cuando hace poco acordé con él reencontrarnos los tres para tomar un helado en Plaza Delta, pensé: tengo que saber qué respondo a mi hija si, sorprendida de que también en la vida real Daniel es de ese modo, me pregunta, “¿Por qué si no está actuando se viste como mujer?”.
Y yo me pregunté cómo debe un papá explicar a una menor de cinco años la homosexualidad y, más aún, ese tipo de homosexualidad. Ensayé varias respuestas y ninguna me gustaba: las sentía tontas, burdas, ridículamente sociológicas; todas fuera del alcance de una niña que aún iba al kinder. Mis neuronas chocaron hasta formar una horrible plasta y resignado me dije: “Cuando ocurra veré qué le contesto”.
Hace unas semanas finalmente nos vimos: en el restaurante, Daniel le regaló a mi hija un elefantito de la suerte plateado. Dibujaron con crayolas, se abrazaron, platicaron y bromearon. Ni durante el encuentro, ni después, a la nena se le ocurrió preguntar por qué su amigo había llegado con rimel, labios pintados y playera de mujer.
En el auto, de vuelta a casa, escuché: “Papi, tengo que explicarte algo”. “Dime”, contesté viéndola por el retrovisor. “Daniel es hombre –me dijo-, pero le gusta ser mujer”.
(ANÍBAL SANTIAGO / @apsantiago)