A los mexicanos nos horroriza la posibilidad de que nuestros huesos descansen en un cementerio extranjero. Cada año, un gran número de cadáveres, tanto de turistas como de inmigrantes, son repatriados aquí. Llegan de todo el mundo, por disposición de sus antiguos dueños, sin importar el tiempo que hayan vivido fuera del país o los lazos que hayan entablado con gente de otras latitudes. México es como un imán cuyo poder de atracción supera los lazos familiares o la costumbre. Parece que a nadie, ni siquiera a los armenios o a los israelíes –que, como sabemos, tienen una relación muy particular con su tierra- les sucede de forma tan generalizada. Es un rasgo típico de nuestros compatriotas o de sus familiares. La Catrina es parte de nuestra identidad. Desde las de Posada hasta la que aparece en la más reciente película de Guillermo del Toro, siempre ha estado presente en el arte mexicano. ¿Pero de dónde viene esa obsesión por regresar al territorio al punto que existe un seguro de repatriación que los inmigrantes pagan año con año, religiosamente? No creo que se trate tanto de un desprecio por el suelo ajeno como del miedo a estar solo en el más allá. Hace poco una amiga que se define a sí misma y a toda su familia como “ateos de corazón” me contó que, al transcurrir un año de la muerte de su padre, se llevó a cabo en su casa una ceremonia huichola para establecer contacto con el alma del difunto. Se dio con una naturalidad sincrética, como suelen ocurrir esas cosas en nuestro país. No sabemos si la ceremonia cumplió con su cometido, pero ella sintió al menos algo semejante al alivio. En el extranjero hacer esto habría sido muy difícil. También lo sería enterrar a un pariente en medio de música de tambores y trompetas en un cementerio gringo. Es como si supiéramos intuitivamente que, entre los mexicanos y los demás, existe un abismo cultural infranqueable en el modo de ocuparse de los asuntos de la muerte. En un cementerio mexicano sabemos que al menos alguien, así sea una mano anónima, nos llevará una torta de tamal o un vaso de atole el primero de noviembre.
La eternidad mexicana, por @nettelg
Nuestros epitafios tienen también rasgos distintivos. Se caracterizan por su tono entre patético y jocoso, inusual en otras culturas. Suelen ser una última aseveración, un resumen, el saldo de una cuenta pendiente, quizás un postrero grito de alegría o de rabia que dejamos a la posteridad. «Tras mi palabra no replicaban, y mi razón destilaba sobre ellos», reza la tumba de Oscar Wilde en el cementerio Père-Lachaise, citando al libro de Job. En las tumbas mexicanas, en cambio, se leen frases como: “¿No que era hipocondríaco, cabrones?” o este que imprimió una mujer sacrificada en la tumba de su marido resumiendo la dinámica de su relación: “Aquí yaces y haces bien. Ya descansas y yo también”.
(GUADALUPE NETTEL)