Aunque los jóvenes autores Ana Sofía Rodríguez y Luciano Concheiro hayan extendido, de manera darwiniana, una sentencia de muerte a los intelectuales en su libro El intelectual mexicano: una especie en extinción (Taurus, 2015), yo los veo muy vivos.
Por ejemplo, se rumora que algunos de ellos (incluso tres que aparecen en el libro: Juan Ramón de la Fuente, Jorge Castañeda y Héctor Aguilar Camín) se están reuniendo para promover una candidatura independiente que pueda competir con el puntero en las encuestas, Andrés Manuel López Obrador. Seguro que entre Castañeda y de La Fuente sale un candidato y tendremos intelectuales para seguir hablando de ellos durante las próximas elecciones presidenciales.
Sin embargo, es tentador pensar, como Rodríguez y Concheiro, que ese será su último canto. Atrás de ellos no hay nadie con una producción intelectual significativa, libros, novelas o trabajo científico, que además tenga una visión de país y la quiera imponer a los demás. Quedan, por un lado, los comentócratas atados a su columna o participación en los medios (y el que escribe en este humilde espacio carraspea, nervioso), es decir, la inteligencia que se envuelve con el periódico de ayer, como el pescado. Los académicos jóvenes estarían contentos con su parcela de conocimiento; los escritores, con su producción literaria de circulación limitada; los artistas plásticos, con su pedazo grande del mercado; los comunicadores y periodistas, con su raiting en la radio y la televisión; los tecnócratas, con sus estadísticas, gráficas y propuestas de política pública.
Vista así, la lectura de El Intelectual mexicano resulta muy entretenida: la historia de un grupo de hombres de clase media que pensaron que tenían ideas interesantes sobre el país, ideas que debían disputar en las publicaciones, imponer a los poderosos o susurrar en las salas del palacio.
El ámbito político se ha tornado particularmente antiintelectual. Véase, por ejemplo, el PRD. En el ámbito de las ideas, hoy no hay un solo grupo o dos de gente muy educada que articule alternativas. Vemos aparecer actores inéditos: los nuevos héroes culturales en los albores del siglo XXI son los chefs, y debido a la importancia de las ciudades, algunos urbanistas y arquitectos tienen un pensamiento social sumamente interesante que no había sido escuchado.
Al final del libro, Rodríguez y Concheiro apuestan por lo que llaman las intelectualidades colectivas: voces cuyo medio natural es internet, conscientes de que sólo hay presupuestos parciales que deben ponerse siempre a debate.
Yo he disfrutado enormemente las entrevistas de este libro. Me revelan facetas nuevas de pensadores que he leído y seguido. La entrevista a Lorenzo Meyer, por ejemplo, muestra un hombre que me era completamente desconocido, con una carrera improbable y originalísima, que le da una perspectiva muy crítica de los otros intelectuales de su generación.
Pienso también que este trabajo deberá verse como el borrador de una historia de las ideas, la que le tocará bordar a la generación de Rodríguez y Concheiro, aunque ellos se resistan a ser vistos como las nuevas promesas intelectuales.