La fuente del ruido

Hay una novela del argentino Antonio Di Benedetto, El silenciero, con cuyo conflicto central me identifico demasiado. El personaje padece los ruidos de su casa y alrededores hasta un nivel opresivo y angustiante. Un taller mecánico le taladra el monólogo interior y su relación con la ciudad entera, y aun con el mundo, está marcada por el padecimiento del ruido. En algún momento, otro personaje, harto de las quejas constantes, le espeta: “Su aventura es metafísica… Usted la teje, sobre todo, en la cabeza, con elementos sutiles, a partir de nada”. Ése es el meollo del asunto: los que sufrimos el ruido no necesitamos vivir junto a un aeropuerto: basta el guiño imperceptible de la nada, acrecentado por la tensión insomne, para desquiciarnos. (Recuérdese, a este respecto, aquella caricatura clásica en la que el Pato Donald no concilia el sueño por el insistente repiqueteo de una gota —“categórica”, añadiría López Velarde—).

Al mudarme a una nueva casa, la adaptación más dolorosa no es jamás mi relación con el espacio, ni la lucha por arreglar los pequeños desperfectos que toda nueva vivienda supone. No: es el ruido. Aprender a convivir con sonidos inéditos en cuyo desciframiento puedo pasar las erizadas horas de la madrugada.

Ingenuo de mí, me convencí de que mudarme en plenas vacaciones sería el mejor modo de amortiguar el golpe de los noveles ruidos. “La ciudad vacía —pensé— me dará un par de semanas de tregua antes de que el runrún de la vida cotidiana asedie mis oídos”. Pero la fuente del ruido no es el mundo, sino la atención hipertrófica. El ruido no se crea ni se destruye, sólo se transforma con el ánimo de joderme la velada. Las vacaciones no son tregua sino modificación de los ruidos circundantes. El resultado: tuve que adaptarme a los ruidos propios de la época navideña para inmediatamente después adaptarme a los ruidos de la época laboral: doble fracaso.

El supermercado de enfrente tiene un ventilador defectuoso que respira como un monstruo marino. Hablé con el gerente tres veces, en tonos cada vez menos amables, pero me explicó (en tonos cada vez menos amables) que no podría hacerse nada hasta que pasaran las vacaciones, pues no había quien le diera servicio al cacharro del infierno (estoy parafraseado). Cuando las vacaciones acabaron pude ver en el techo del súper a una cuadrilla de obreros diligentes: mis quejas surtieron efecto.

La primera noche sin la respiración agónica del ventilador todos los otros ruidos, antes opacados, parecían magnificarse: la nada y sus rutinas fastidiosas.

Casi al final de El silenciero, el protagonista abunda en la descripción de su dolencia auditiva: “Siento el cerebro machucado, como si estuviese al cabo de un abnegado esfuerzo de creación. Como si hubiera escrito un libro.” Mi exageración no llega a tanto, pero los ruidos de la nueva casa bien podrían ser comparados con el esfuerzo discreto de comenzar a escribir una columna.