El presidente Enrique Peña Nieto es un hombre de rutinas, meticuloso y disciplinado; nacido en una geografía gobernada por el PRI como en ninguna otra —sin alternancia en el gobierno, sin equilibrios de poder, sin oposición importante—, no tolera situaciones que implican un cierto descontrol (El despido de Carmen Aristegui, Temas de hoy, mayo de 2015), como las revelaciones de la casa blanca de Las Lomas, la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa, la ejecución de civiles en Tlatlaya a cargo de militares o la fuga de El Chapo Guzmán.
La huida de El Chapo Guzmán obnubiló la otra gran fuga, la de la reforma energética, el proyecto más importante del gobierno peñista. El miércoles pasado, cuatro días después del escape del narco más buscado del mundo, el gobierno mexicano sólo pudo colocar dos de los 14 campos ofertados.
Si se desea ser benévolo –y concederle el beneficio de la duda– aunque el presidente Peña es el principal responsable de lo ocurrido en Tlatlaya, Chilpancingo, Apatzingán y el penal de El Altiplano, en medio hay un número importante de actores y personajes que pudieron tener una parte relevante –por acción o por omisión– de culpa en lo sucedido. Pero esa lógica no es aplicable al fracaso de la primera subasta de los campos de reservas de petróleo en el Golfo.
Ese primer gran tropiezo sólo es atribuible al presidente Peña. Se trata de una serie de políticas públicas que él y su gobierno negociaron, cabildearon y promovieron en todo el mundo, y para hacerlo pusieron en marcha una serie de cambios relevantes, resueltos por ellos y por nadie más. Uno de ellos, entre los más visibles, representa un giro evidente y hondo en la conducción de la política exterior.
Desde los años setenta la política exterior mexicana fue en esencia una política de principios y de defensa de los intereses del país. Lo fue con los cancilleres Sepúlveda, Solana e incluso con el negociador Gurría. Pero en el gobierno del presidente Peña, dejó de ser de principios y se transformó para respaldar los proyectos económicos del peñismo. Por eso llegó ahí José Antonio Meade, secretario de Hacienda en el calderonismo.
Hoy más que nunca la política exterior está al servicio de la economía. Todas las políticas públicas del peñismo se diseñaron pensando en las reformas estructurales, y dentro de ellas, en la reina, la reforma energética, que en la gala de estreno ha regresado despeinada y sin zapatillas.