La insurrección de lo reprimido, por @drabasa

Habitamos un mundo de profecías autocumplidas. Especialmente en lo relativo al consumo. Habitamos el mundo en condición de títeres afirmando lugares comunes que dictan las preferencias colectivas sin pensar que detrás de ellas hay fuerzas corporativas que nos compelen a tal o cual actitud.

En el mundo de los libros, una de estas profecías autocumplidas es aquella que sugiere que los libros de cuento no interesan. Como éste es el imaginario colectivo, los sellos editoriales no publican casi libros de cuentos y por ende éstos no se venden. Hay, en nuestro idioma, honrosas excepciones como Atalanta, Páginas de Espuma o Tumbona Ediciones que vocacionalmente no publican novelas y se alejan así de la pérfida moda que excluye uno de los más fantásticos y maravillosos géneros literarios que hay: los relatos.

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Más aún: cuando hay que invocar a los grandes cuentistas del siglo XX, nombres como Boris Vian, John Cheever, Raymond Carver o Alice Munroe suelen saltar a la mesa. En cambio los de Julio Ramón Ribeyro, Juan Carlos Onetti, Alberto Laiseca o Felisberto Hernández, suelen brillar por su ausencia. No sólo leemos pocos relatos sino que cuando lo hacemos preferimos los grandes nombres francófonos o anglosajones que los inmensos maestros latinoamericanos.

Si esto es verdad en la literatura -la preferencia del largo aliento sobre el relato corto- en el cine es casi una verdad absoluta. La hegemonía del largometraje sobre el corto es casi total. Y si incluso vamos más allá y exigimos del cine no algo semejante a un relato sino a un volumen de relatos, nos toparemos casi con el vacío como respuesta.

La película Relatos salvajes es, desde el planteamiento del género y del formato, una película interesante y trasgresora. Se inscribe dentro de la vastísima tradición del relato latinoamericano. Compuesta a partir de pequeños relatos cinematográficos, logra mantener la tensión y la atención, el tono y la textura a lo largo de toda la película aún si debe comenzar de cero cada una de sus historias. En pocos minutos logra posicionar a sus personajes, mismos que casi sin excepción terminan en zonas antípodas a aquellas en las que comenzaron. Una de las premisas fundamentales de la cinta es que las circunstancias, más que la constitución interna de las personas, o a lo sumo en flagrante conflagración con ella, determinan el cause de los acontecimientos. Buena parte de la ficción policiaca (o novela negra) se fundamenta no a partir de diátribas maniqueas que dividen a las personas en buenas y malas. Plantean, en cambio, que dadas las circunstancias adecuadas todos y todas somos capaces de cometer actos que en condiciones normales nos resultarían impensables.

Esto: lo que personas “normales” son capaces de hacer ante situaciones limítrofes, parece ser el hilo conductor del filme. Una verdadera lucha de clases desatada a partir de un nimio accidente de tránsito, la vendetta de un niño-devenido en adulto que secuestrando un avión decide vengar el bullying del que fue objeto, un anarquista de closet que decide atentar contra el sistema a partir de consecutivos atropellos de la policía de tránsito y, la obra maestra, una viñeta cinematográfica que comienza representando con total precisión los lugares comunes sobre los que suelen fundamentarse los sacramentos matrimoniales y que termina refundando los votos amorosos a partir de la aceptación -no sin una importante dosis de trauma- del otro tras la erupción de fuerzas antes reprimidas en pos de los amantes, configuran un mosaico que ciñe en su compromiso de desnudar condición humana, en sus zonas más negadas, la fuerza de su relato.

(Diego Rabasa)