Deambulaba en casa, inquieto por un artículo que no lograba escribir, y para calmar mi ansiedad me puse a ordenar mi escritorio atestado de plumas secas, facturas del gas, tarjetas de presentación antediluvianas, recibos del súper, pilas viejas chorreantes de hidróxido de sodio.
Esta semana corría en un parque de Coyoacán con los audífonos puestos, cuando por la radio oí al presidente Peña informar a la ONU: “México ha tomado la decisión de participar en las operaciones de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas, realizando labores de índole humanitaria en beneficio de la población civil”. Es decir, cascos azules mexicanos defenderán con armas la paz del mundo.
Y entonces imaginé un hogar con un padre alcohólico que enfurecido por el desempleo agarra a cinturonazos a sus hijos adolescentes y golpea a su esposa, unos hijos deprimidos que caen en la droga, una madre desahuciada que se refugia en los antidepresivos. Un día, ese mismo matrimonio, al oír a sus vecinos pegándose y gritando, acude en su auxilio y los sermonea sobre los secretos para una familia feliz. México es un polvorín con 31 mil homicidios en lo que va del sexenio, pero su gobierno dice percibir tanto bienestar que tiene tiempo y herramientas para luchar por la paz de otros.
Al anunciar que tendremos cascos azules, Peña manda el mensaje de que en vista de que somos una nación que avanza con reformas y supera la inmovilidad, ya puede darle la mano al mundo y anticipar “el nuevo sol en que los hombres volverán a ser hermanos” (Escucha, hermano, la canción de la alegría / el canto alegre del que espera un nuevo día / ven, danza; sueña cantando). Nada importa que, en realidad, en casa nos estemos arrancando los ojos.
Este gran escenario luminoso donde periodistas e intelectuales orgánicos caen rendidos al poder y acompañan el coro de “¡México avanza!”, evoca al sexenio de Salinas de Gortari. México irrumpía por fin en el primer mundo, y casi todos tiraban serpentinas y echaban chiquitibunes al Señor Presidente. Salinas era fiel a su máscara, la que sonreía porque éramos un país de justicia y desarrollo. Hasta que un grupo de indígenas llamados EZLN se ocuparon de arrancársela, y exhibieron el rostro del engaño.
Mientras nuestros cascos azules siembren la paz mundial, en México quizá falte poco para que a Peña Nieto le sea arrancada la máscara sonriente a la que le es tan fiel.
(Aníbal Santiago / @APSANTIAGO)