Las volutas aromáticas de humo ascendieron con cadencia -como balancean las caderas las bailarinas hawaianas-, localizaron mi balcón, bajaron la velocidad, hicieron un corte abrupto hacia el norte, penetraron en mi departamento y, una vez suspendidas en el espacio vacío bajo mi nariz, giraron dentro de mis fosas nasales para mariposear en mis tres cornetes, deambular por los adenoides y coquetear un rato con las vibrisas (los finos pelillos) de mis narinas hasta sojuzgarlas de amor.
Cerré los ojos, luché como un soldado napoleónico para mantenerme concentrado en la columna de Más por Más que escribía ante la PC, pero fue inútil. Lo juro. Engatusado, extasiado, embelesado; vamos, excitado de pies a cabeza por ese olor delicioso de la carne asada salpicada por el aceite de cártamo, detuve sobre el teclado el subibaja frenético de mis dedos índices, únicos responsables del sostén familiar, y me asomé por el balcón para definir si el origen del hechizo era la cocina de “La Cacle”, la madura vecina de planta baja que no me soporta (argumenta que mi vieja bici afea las áreas comunes) pero cuyas artes merecen el Oscar de la cuisine mexicaine.
Y no: la cocción narcótica emergía en plena calle, junto a la vereda de mi edificio, sobre el pavimento, es decir, en mi espacio íntimo y particular donde de un momento a otro un changarro blanco había elegido instalarse ese mediodía soleado. Yo, habitante de la arbolada, francófona y señorial Colonie de la Vallée (como llamamos los vallenses a la colonia Del Valle), de ahora en más compartiría la vida con el nuevo vecino: un puesto de tacos cuya fachada de lámina anunciaba,“arrachera, longaniza, bistec y más!”.
Como en mi mente el aroma se volvió instantáneamente tufo, decidí bajar.
-¿Te vas a instalar aquí?, pregunté al joven taquero con gorrito blanco de chef cuya grabadora profanaba nuestro virgen aire vallense con esa cumbia-reggaeton colmada de poesía que dice así: “La matraka traka traka / la matraka traka tra”. Mientras me escuchaba, aventó una chuleta al comal frente a un cliente que relamiéndose aguardaba en un banquito, y entonces se produjo ese apetitoso fogonazo de la carne húmeda cuando hace combustión sobre el metal ardiendo.
-Sí, mi jefazo, ya tengo permiso de la delegación y la patrulla-, respondió sonriente y libre de delitos, como para que entendiera que, avalado su puesto por la clase política y defendido por el aparato represivo, era ocioso discutir.
Y sí, lo era. Volví a casa atribulado porque mi conciencia me exigía, “no puedes permitir que así como así aparezca un puesto callejero bajo tu hogar”, pero mi instinto me relajaba con un “qué sabroso huelen esas carnes que se fríen justo abajito de tu ventana”.
Desde hace unos meses, cada vez que salgo de mi edificio, camino unos pasos, el taquero levanta su mano para saludarme amable y veo su changarro atestado de clientes eruditos machacando a dentelladas sus tacos humeantes, yo ya no puedo más: mi paladar me ordena arrojarme hacia esa cárnica tentación primitiva, aunque mi balcón haya dejado de oler a jacarandas. Además, aceptemos que La matraka traka traka es una preciosa melodía.
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