Madrid está hechizada. Cada calle tiene un demonio. Aquí donde yo estoy, es un diablo que me invita, de todas las maneras posibles, a no terminar esta columna. Hace muchas horas que intento comenzar y aún no lo he logrado. En esta ciudad resulta imposible trabajar, dormir, portarse bien, guardar la compostura. Desde que aterricé en Barajas, el domingo por la tarde, no he podido sino corroborarlo. Castigada por el jet lag, pasé la noche tratando de descansar en una cama donde a veces hacía calor y a veces frío. Y luego la imposibilidad de escribir, no digamos un cuento, sino una página y media. Lo intenté apenas me desperté, pero de inmediato cedí a la tentación de bajar al bar de la esquina a tomar un café. Estaba ya por sacar la computadora hacia las 11, en una terraza de Chueca donde había pasado más de una hora con una periodista cultural. Con un pretexto tan nimio como que había salido el sol, la chica se pidió una cerveza y me aconsejó que hiciera lo mismo. Los madrileños, conocedores de los peligros que acechan a su ciudad, advierten que quienes beben en lunes sufren la maldición gitana “bebes el lunes y bebes toda la semana”. Cuando la periodista se fue —se supone que a su trabajo, pero sospecho que en realidad a seguir bebiendo en otro sitio— apareció un amigo que no veía desde hacía tiempo. Me aconsejó que dejara la cerveza y me pasara al orujo y ahí me instalé, debo admitir que sin mucha dificultad, hasta la hora de la comida. El orujo inicial terminó multiplicándose por tres y, sin que supiera cómo, nos transportamos a una inauguración en Casa Leibnitz, en plena feria de Arte Contemporáneo (ARCO), rodeados de gente muy bien vestida. Entre mis dedos, el vaso de orujo se había transformado en una copa llena de cerveza. “Te fijaste que las madrileñas se arreglan de una manera muy rara”, dijo mi amigo, “de la cintura hacia arriba, pieles y peinados de peluquería, y en la parte de abajo vaqueros y deportivas”. Mientras lo comprobaba, otra vez cambiamos de lugar. Ahora era una taberna de el barrio de Las Letras, donde además de vino había unas tapas exquisitas. Yo no podía dejar de pensar en la columna pero tampoco dejar de comer y, por supuesto, seguía bebiendo. Una parte de mí -la sensata, que no me abandonaba del todo-, me aconsejó volver a mi cuarto y empezar de una vez a escribir. Cuando por fin conseguí levantarme de la silla para irme, mis amigos se acercaron. “Vamos ahora al Círculo de Bellas Artes, hay una exposición de Alechinsky. No puedes dejar de verla”. Mi parte sensata se convenció de inmediato. Antes de que terminara de ver la obra, me encontré con un prestigioso editor inglés que me invitó una copa para hablar de la posibilidad de traducir dos de mis libros en el Reino Unido.
LEE LA COLUMNA ANTERIOR: ¿Soy machista?
La tarde desembocó donde empieza la verdadera noche madrileña, en el mítico bar Cock. Ahí el tiempo se detuvo. Son las seis de la mañana y he vuelto por fin a mi cuarto. Mi estado es casi catatónico. El teclado es un estanque de arenas movedizas y no me permite avanzar. Recuerdo con envidia al presumido de Picasso quien aseguraba que la inspiración existe pero tiene que encontrarte trabajando. Comprendo súbitamente porqué lo odiaban tantos pintores. Quizás sea un buen tema para la columna. Mientras lo pienso, voy a bajar a la calle para recibir a la inspiración, si es que se presenta, con un chupito de orujo.
( Guadalupe Nettel)