El narcotráfico es un fenómeno muy complejo que suele despertar reacciones intempestivas, sesgadas y viscerales. El terror que siembra el modus operandi de las organizaciones criminales, término que engloba capos, políticos, empresarios y policías, entre otros, suele impedir reflexiones profundas que atajen el problema desde los múltiples frentes que exige. La guerra contra el narcotráfico de Calderón representa un ejemplo inmejorable de las consecuencias que puede tener encarar dicho problema desde la estrechez, la falta de autocrítica, la complacencia, la cerrazón, las conductas políticas reaccionarias y la ausencia total de estrategias sociales de prevención, que a largo plazo configuran la única forma de combatir realmente el problema. La brutal e imparable violencia que reina en nuestro país cuenta con la complicidad y la incompetencia de los gobiernos locales y federal, pero tiene su génesis en dos asuntos que atraviesan la historia nacional prácticamente desde sus orígenes: la desigualdad económica (y la consecuente pobreza que genera) y un aparato de justicia prácticamente inexistente. Por si fuera poco atravesamos una época que tiene en la búsqueda permanente de estados enajenados, que puedan borrar de un plumazo cualquier atisbo de malestar físico o mental, uno de sus rasgos dominantes.
No podemos imputarle a la actual administración del Distrito Federal todas las causas que explican el grado de infiltración que el narcotráfico ha logrado en la ciudad. Sí podemos en cambio recriminarle el ostracismo, la negación y el franco cinismo con los que ha atajado las flagrantes e insoslayables evidencias al respecto. El Jefe de Gobierno, incluso ante el horror de episodios como el del caso Heavens, ha intentado negar o minimizar sistemáticamente lo que se erige como un hecho cada vez más incontrovertible para los habitantes de la ciudad: la llamada burbuja que protegía al DF de la presencia descarnada de grupos criminales hace tiempo que estalló.
Investigaciones realizadas por el periódico Reforma, que documentan las ejecuciones y el cobro de derecho de piso que han ocurrido en la Condesa recientemente, han puesto de manifiesto lo que los habitantes de la ciudad hemos sentido desde hace varios años: la violencia asociada con el narcotráfico, así como los robos y asaltos con violencia, constituye una presencia creciente, temible y cotidiana. Organizaciones de narcotraficantes, secuestradores y extorsionadores operan de manera franca en la ciudad, y los habitantes debemos sumar al miedo que genera su presencia la desesperación de contar con un gobierno incapaz, aun ante las situaciones más incontestables, de reconocer el fenómeno en su justa dimensión.