Cuento
Para Andrea Corona
Varias veces he estado a punto de ser atropellado. Llega la parte cumbre de alguna canción o simplemente escucho atento hasta que una mano o un claxon me detiene antes de cruzar la calle o dar otro paso. Tras quitarme los audífonos, ¡fíjate, pendejo!, frase común de los automovilistas; risas o miradas de censura después, cortesía de algunos peatones.
Los autos son más astutos de lo que se cree, les basta una distancia equivalente a cuatro segundos para alcanzar a frenar, esquivar el accidente y expresar su histeria mediante la bocina. Los semáforos son buenos cómplices. Cuando la voz robótica anuncia que quedan dos o tres segundos para la llegada del siga, suelo cruzar. Ejerzo entonces la paciencia del que camina con música: a claxons necios, oídos sordos.
- Give me, give me shock treatment (The Ramones)
Al llegar a mi colonia terminan los sobresaltos, una hilera de espectaculares estereoscópicos en un largo camellón, sobre el Eje del Temoluco, me dan la bienvenida: unos labios dibujan una sonrisa a gran escala, cuerpos femeninos indiferentes hacen una mueca provocadora, el protagonista de la película a menudo voltea a verme y los dispositivos tecnológicos se encienden.
Necesitaría avanzar en auto, a una velocidad media, para observar la correcta sincronía de este ballet. Visto a pie, desde la banqueta, su movimiento resulta tieso. Pronto volverán a hacer alguna obra con cualquier excusa, los coches que atraviesan el eje se tornarán lentos, se estorbarán mutuamente y mugirán en secuencias desordenadas, simplemente para mostrar su fastidio. No seré el único que verá la torpeza en el movimiento de más de un kilómetro y medio de anuncios. Aquellos que observo a diario, con música en las orejas, mientras camino hacia la Calle de los riscos, mi calle.
La valla la pusieron hace unos cinco años. Para mejorar su visibilidad quitaron los árboles y la situaron encima de las vías del tren que dejó de circular, dicen que por los saqueos. La colección, echa de unos noventa y tantos espectaculares, se modifica mes con mes de manera desordenada: un nuevo espectacular allí, otro más allá varios días después. Hoy, por ejemplo, hay un anuncio nuevo al comienzo:
“Empresas productivas, gobierno saludable: vitalidad económica, inversión, empleos”.
Tras caminar una cuadra más, por encima del texto, un brazo musculoso semi flexionado hizo un movimiento para marcar sus contornos mientras se resaltaban las venas que lo recorrían. “Gobierno de la República, año 2021”.
La zona en la que vivo ahora tiene dos fronteras claras, la hilera de espectaculares al norte y el Acueducto de Guadalupe —que lleva siglos sin una gota de agua— al sur. Este último avanza bajo la sombra de los puentes elevados en que los autos atraviesan la Avenida Miguel Bernard y se encuentran con el segundo piso del Periférico que corre en medio de los puentes y que vi crecer de niño. Cuando estuvo listo y aún no circulaban los autos le propuse a mi vecino que lo camináramos juntos para ver el final de su recorrido. Nos dirigíamos al prado en que está la cancha de futbol americano. Guardó silencio y se quedó viendo al suelo, como si el charco bajo sus pies lo viera de vuelta, unos segundos después me dijo que el balón estaba desinflado, que teníamos que pasar a la gasolinera. Bajo el segundo piso se encuentra oculto el río de los Remedios —parte del desagüe— que fue ozoultracribado y encapsulado, según se publicitó, para limpiar las aguas, evitar las inundaciones que padecíamos con su crecida y contener a las ratas que paseaban por los alrededores. La frontera norte se estableció claramente cuando la calle que pasa junto a las vías se ensanchó para volverse un eje vial; creció a la par del muro de espectaculares. La valla también creo una división con la zona de multifamiliares que está al otro lado. Cada tres anuncios hay un hueco por donde se puede cruzar, pero los edificios a espaldas de los anuncios quedan ocultos casi por completo. Frente a los espectaculares, al otro lado de la avenida, están las rejas que presiden, en este lado, la entrada de cada calle y que los vigilantes abren con desgano para dejar pasar a los autos.
Por las noches, el área que queda entre los espectaculares y las rejas se llena de una luz blanca que ilumina los anuncios y que no existía antes. Tal luminosidad se esparce más allá de la banqueta que se encuentra fuera de las rejas, por la que usualmente camino, y avanza hacia el interior de las calles. El brillo del aire llena la atmósfera de los alrededores y hace visible cada centímetro del espacio.
Muchas veces he tenido la sensación de estar mirando en un espejo lleno de luz que resalta las imperfecciones, algo así como lo que experimento en los vestidores de las tiendas departamentales. Eso mismo me sucedió cuando empecé a encontrar a los amigos por la noche bajo el brillo recién llegado. El revelado de su imagen en mi retina me pareció una primera situación anómala, el recoveco de una microciudad recién fundada que no existía más allá del reflejo que se proyectaba en nuestros ojos; un signo de ese mundo intemporal mediante el cual la luz gritaba que este era el presente.
- Loosing track of word and meter (Siouxsie and the Banshees)
Creí haber encontrado un camino de huida pero la luz me persigue. Quizá estoy a punto de ser presa, yo también, de la llamada “enfermedad del publicista”. Aunque nadie lo tome demasiado en serio, estoy seguro de que la valla de espectaculares está directamente vinculada con la epidemia que ha caído sobre esta zona. La vi surgir poco a poco entre mis compañeros de primero de prepa; cuatro años después, su avance parece inaplazable.
El primer síntoma es el deseo compulsivo por fumar Lucky Strikes, después una obsesión por la infidelidad, el peinado, los lentes negros, la limpieza corporal y las imperfecciones en el teñido de la ropa. Como nadie aquí puede renovar su closet cada semana, la tlapalería en la Calle de la marea se vio obligada a hacer a un lado los clavos, alambres y resinas para vender únicamente colores para teñir prendas. Ante la demanda, se abrieron dos establecimientos más, dedicados a mezclar pastillas de color para dejar contentos a sus clientes. A fuerza de invertir dinero, de repente la zona se ha llenado de gente bien vestida a la cual no es posible ver a los ojos.
Otro síntoma, que aparece aproximadamente después de un año, fue el que bautizó a la enfermedad. Casi sin excepción, llegados a esta etapa, los enfermos se convencen de ser los autores del copy y la idea de alguno de los espectaculares en la valla. Ha sucedido que distintas personas creen ser creadores del mismo anuncio. A veces se congratulan en repartirse el crédito —sí, tuya fue la idea, mía la realización—. Pero en otras el asunto termina en golpes. Me ha tocado ver varias, los lentes negros caen al suelo, los conocidos los separan, y la amistad termina al mismo tiempo en que se arrancan algunos botones o se rasgan las ropas. En televisión dijeron que la enfermedad es un miedo temprano al desempleo y a lo que llaman subcontratación.
Pero hay algo más, de lo que se habla poco y sólo como una anécdota. La serie Mad Men, cuyas siete temporadas se reeditaron hace dos años, y a la que se agregaron dos más, ha sido muy popular por estos rumbos. Hace unos años mi hermana pasaba el fin de semana entero sin despegarse del televisor o la computadora, devorando, una a una, las copias que le prestaban sus amigas. Todo eso parecía muy normal, hasta el momento en que empezó a fumar la marca que aparece en la serie y a salir a la escuela con tacones, faldas rectas y suéteres formales o trajes sastre. Primero le rogaba a mi mamá que se los prestara y luego los pidió de cumpleaños.
Sus charlas con amigos se llenaron de frases cortantes: “tus peores miedos residen en la anticipación”; “respira profundo y piensa en el salón de belleza”; “eres bueno para esto, vuélvete mejor y deja de buscar que alguien más lo reconozca”. En sus redes sociales empezó a anunciar algunos de los productos en la valla, escribía slogans que eran leves variaciones del copy original o hacía fotografías ingeniosas del producto. Un buen día me dijo, sabes hermano, estamos viviendo una vuelta a los inicios de la publicidad, es fascinante, es un viaje en el tiempo.
- The jamming city increases its hum (The Clash)
Desde que entré a la preparatoria estoy a la espera de padecer la enfermedad. ¡Qué guapos se pusieron para venir a clases, nos dijo la maestra el primer día, parecen haber saltado directamente del espejo!
En casa, cuando cae la noche, noto en mi ventana el fulgor que proviene de los espectaculares. Juego con la luz en mi cuarto modulando su entrada con el control automático de las persianas. Acostado en la cama, dibujo en la pared con las sombras, atenuando su esplendor. Luego salgo a caminar bajo su destello con las orejeras puestas, ocupado en mi paseo saludo de lejos a los vecinos o hago algunos pasos de baile como si estuviera en un musical que sólo yo escucho.
La claridad de las figuras en el día me estorba. Aborrezco levantarme temprano, no dejo de quedarme dormido en clase. Cada vez me alejo más de la zona. Nadie sale de aquí si no es en auto, por lo que ya no frecuento a mis compañeros. Repetir el tercer año me ha dejado sin muchos conocidos.
Caminar con un par de audífonos no es una manera de aislarse del entorno como muchos creen. Si es de noche, si el lugar que se recorre es extraño o hay algún posible peligro, el cuerpo se vuelve un animal al acecho. En plena oscuridad, guiado únicamente por el tacto es fácil que las ramas que crujen en los pies cobren vida.
Tras recorrer varias calles a oscuras, el sábado decidí explorar aquella parte del fraccionamiento que aún conserva algo del color de la noche. Por una de las rendijas que siempre queda abierta, entré al prado donde está el campo de fútbol americano de los Seminoles de Acueducto. El lugar estaba descuidado —hacía algunos meses que había terminado la temporada de verano— y a las orillas de la cancha crecían grandes matorrales de hierba. Subí el volumen y seguí caminando, llovía. Entré por la H en la zona de anotación y súbitamente pegué un salto, comenzaba una tormenta eléctrica. En el cielo se veían las descargas que hacían temblar el suelo. Algunos truenos podía predecirlos, veía el haz de luz que aparecía antes, otras descargas eran sorpresivas. Poco a poco empezaron a acompañar mejor la música. Caminé las cien yardas de varias maneras, mi piel estaba erizada, un crescendo en la sección rítmica, un chillido de nave espacial en el sintetizador, un acorde hace sonar el timbre metálico de cada cuerda en la guitarra, un arpegio y después la voz “¡and we were gone…” el estruendo de un rayo “kings of oblivion!”
Regrese a casa entrada la noche. Me regañaron de nuevo por no avisar cuando salía. La cosa se puso peor cuando fui incapaz de explicar dónde había estado.
- Tu amor fue un rock en vivo (Rockdrigo González)
El lunes en el salón me di cuenta que hacía bastante que no observaba a mis compañeros, habían aumentado las prendas bien teñidas. Subsistían, sin embargo, algunos colores pardos. Al otro lado del salón un suéter negro, desteñido, sobre una blusa café que no negaba haber pasado por la lavadora. Pelo lacio, oscuro y piel morena, se llamaba Samanta. Vivía en la Calle de los acantilados, a donde la había visto entrar varias veces, al principio de la valla. Recordé también que al despertar de algunas siestas en el semestre me había encontrado con sus ojos —la escuela prohibía tomar clases con lentes negros—, la había visto sonreírse quizá dos veces. Creo que le extrañó verme despabilado e hizo un gesto de sorpresa.
En el descanso me acerqué a ella mientras compraba algo de comer, le pregunté si iría a la fiesta del viernes, en la Calle de los deltas, a la que me habían invitado por petición explícita de mi hermana que creía que yo era el raro. Me dijo que sí. Ese día regresé a casa sin audífonos, hubo tantos sobresaltos en el tráfico como en las caminatas más emocionantes.
La historia que nunca hubiera imaginado comenzó, conseguí darle un beso mientras bebíamos alejados de la fiesta. Su padre la recogió ya tarde. Se despidió desde el auto y subió la ventanilla, vi mi reflejo por unos instantes en los vidrios polarizados. Atravesé el camino a casa eufórico.
Al otro día nos encontramos en la Calle de la ola y avanzamos hasta la Calle de las cordilleras, a esa altura atravesamos el acueducto. Habrán sido las diez de la noche. La tomé de la mano, cruzamos a la pequeña banqueta que a la manera de una península nos aguardaba, en medio del asfalto, al final de la barra de contención en el descenso del puente. Me situé a sus espaldas, hay que subir. Caminamos pegados a la barra de contención. Sincronizamos nuestro paso, los coches avanzaban en sentido contrario. Pongo los audífonos en sus oídos, cubro también los míos, veo que dará play a la lista que habíamos acordado por mensaje en la mañana y hago lo mismo. Empezó a chispear y mis lentes se llenaron de gotas. Los autos eran haces de luz sin forma que pasaban, se fragmentaban al reflejarse y a veces creo que nos saludaban con la bocina. Sobrevolamos el tráfico que atravesaba la avenida Miguel Bernard a unos veinte metros de altura. Iba tomado de su cintura mientras ella seguía con la mano la barra de contención. El Cerro Gordo, las casas que lo recubren y las antenas que lo coronan fueron nuestros cómplices.
Caminar juntos de vuelta de la escuela, burlarnos de los defectos en el teñido de las prendas de los demás y pasear de la mano escuchando música fueron actividades cotidianas durante todo el siguiente mes. También nos enredábamos en su cama por las tardes, antes de que su mamá llegara del trabajo.
Un fin de semana me dijo que iría de vacaciones con unas amigas. Cuando regresó nos vimos en el acueducto. Comenzamos a besarnos, le propuse que nos acostáramos en la canaleta de la construcción de ladrillos, línea divisoria en la que nadie podría vernos. Me dijo que no quería maltratar su blusa y sacó un cigarrillo, noté que vestía ropa nueva. Entonces, con una gran sonrisa, me propuso que filmáramos un video, que ella lo editaría. Ya me lo temía hace tiempo. Dije que sí. Quedé en llevar al otro día la cámara. Ella no dejaba de sonreír.
Antes de quitarnos la ropa acomodé el aparato. Sabía que la memoria estaba llena y que el asunto no funcionaría. Cuando estábamos desnudos, la tomó en sus manos para filmar, se dio cuenta que yo no quería grabar nada, se puso la ropa, me dijo que era un imbécil y me corrió de su casa. Al otro día en clases, fue hacia donde estaba para dejarme en claro que le gustaba alguien más y que lo nuestro había sido sólo un accidente.
- Veloces sombras… al amparo de la oscuridad (Rockdrigo González)
Me escapé de la escuela cuanto antes. Llegué a mi cuarto y me quedé tendido sobre la cama. Miraba una foto suya que colgué en la pared del fondo, dejé entrar la luz para verla mejor, después la oculté poco a poco con la sombra de las persianas. Antes de que llegara mamá o papá subí a la azotea a esperar el anochecer. Salí a la calle a escondidas apenas estuvo oscuro. Lo que me sucedió después, estoy convencido, fue fruto de mi metódico deambular solo y a sordas por noches llenas de espectros. Lagrimeé un buen rato y, llegando a la valla de espectaculares, decidí pasarme al otro lado. Hacía mucho que no caminaba por ahí, una zanja como de cinco metros de oscuridad se había escarbado en esa parte. Los postes de luz llevaban bastante tiempo descompuestos. Caminé un trecho. De lo que siguió tengo recuerdos bastante difusos.
Una lucha completamente a ciegas, guiada únicamente por el tacto. Al mismo tiempo, el intolerable susurro de un grupo de violines con un ritmo obstinado, subiendo de volumen. Después la huida, hasta llegar a un hueco de la valla para entrar a la luz blanca. Mi mano izquierda sangrando, la sensación prensil de una quijada pequeña no sólo ahí sino también en mi pie izquierdo, ambos al parecer habían sido mordidos. Me limpié con la manga de mi sudadera, vi entonces dos heridas pequeñas, como si mi mano hubiera sido apresada, una al interior de la palma, la otra en la cara exterior arriba del comienzo de mi dedo índice.
Pensé en las ratas que habían escapado quién sabe a dónde cuando entubaron el río. Mi corazón no lograba calmarse, levanté la cabeza y frente a mí apareció un hombre moreno, con una franja negra en los ojos, el torso desnudo, una piel de jaguar en los hombros y un espejo de obsidiana en el pecho. La cerveza Indio en su versión stout había escogido a este personaje para hacerse publicidad. Caminé un poco a mi izquierda, con un vaso de cerveza tostada en mano, su brazo se movió indicándome que debía regresar al otro lado.
Después de unos minutos, mi visión mejoró. Vi entonces todo tipo de cosas en movimiento, en mis pies, en el aire y en las proyecciones que se formaban en las láminas a espaldas de los anuncios. Los durmientes bajo mi pisada y los tubos inclinados que sostenían el muro de espectaculares construían un pasaje. La sangre no dejaba de fluir de mi mano, por lo que tuve que regresar. Por la mañana le conté a mis padres lo sucedido, no fui a clases, mi madre me llevó a un hospital de salubridad y se fue al trabajo.
Le dije al doctor que no había visto lo que me mordió. Es necesario que te vacunes contra la rabia. De un sorbo se terminó el líquido oscuro que humeaba en su taza. La vacuna conlleva el riesgo de parálisis del sistema nervioso. Me quedé frío, le pregunté qué significaba eso. Perder total o parcialmente el movimiento del cuerpo. Es tu decisión. Me dio una receta para subir al área de vacunas. Deambulé por unos treinta minutos, sin saber qué hacer. Finalmente pedí a la enfermera que me inyectara.
Mi cuerpo no se paralizó. Pero buena parte del día estuve inquieto, con la piel de gallina acompañada de una picazón leve pero constante en distintas zonas. Llegada la noche soñé que un montón de ratas salían por mis ojos. Sentía sus patas de cuatro dedos en mis cejas y en mis pómulos, mientras brotaban. Me pisaban el pelo o bajaban por mi cuello. Su flujo no se detenía, como si hubieran estado contenidas desde hacía mucho tiempo. Me sentía exhausto, al parecer un músculo desconocido en mis globos oculares las había finalmente liberado. En mi sueño descubría que la colonia estaba asentada sobre un monstruo nocturno cuyo cuerpo era un espejo ennegrecido, un gran trozo de obsidiana como el del hombre que publicitaba la cerveza o el agujero en medio de mis pupilas. Ese espejo estaba habitado por movimientos vivos, gracias a los que se desdibujaba el contorno de los objetos, cuyo único rastro eran sólo brevísimas estelas doradas.
Las seis vacunas antirrábicas que me suministraron cada tres días me hicieron sentir seguro. Cada noche antes de dormir caminaba el lado oscuro de la valla. Ansiando formar parte de ese mundo de sombras, daba play a mi reproductor y me disponía a avanzar por la brecha. Comencé a distinguir variedades tonales en la oscuridad. Mis ojos se detenían en las mil réplicas de sombras que aparecían como reflejos móviles en las láminas detrás de los espectaculares, modificadas por los faros de los coches que pasaban a lo lejos. En mi caminata nocturna el tiempo parecía dislocarse o expandirse a mi alrededor, estaba en un lugar aparte, en un intersticio alojado entre la carne que soy, el espacio que deambulaba, los sonidos en mis orejas y el porvenir de imágenes que me acechaba a cada paso. Caminar ese trayecto me otorgó la llave del aire oscuro, lugar habitado por texturas de sombra y animales sin rostro que sentía caminar entre mis pies.
Al salir de ahí, el tiempo parecía haberse cristalizado en los objetos. Pensé en descubrir otros lugares similares pero no soportaba la simple posibilidad de que se esfumara el territorio recién conquistado.
- Te han parado el tiempo (Rockdrigo González)
Hace unos días repararon los viejos postes de alumbrado público que están del otro lado de la valla e instalaron algunos nuevos. Esta noche todos brillan. Como a eso de las siete de la tarde fui a cortar la fuente de alimentación en su base, al tercer poste fui descubierto por varias personas que pasaban por ahí, llamaron a los vecinos, a las patrullas, tuve que huir. Con luz han cerrado el camino donde encontré la promesa de ser como el aire. Ese pasaje no resuena más con mis entrañas. No sé dónde podré volver a encontrar esa oscuridad aturdida en que experimenté una verdadera imagen.
No había dejado de pensar en Samanta a pesar de que sabía de su nuevo galán. Se rumoraba que habían filmado el video que coronaba sus amores y que él vendía el acceso en VideoAlbum, donde me enteré con imágenes en movimiento que estaban juntos. Inserté los datos de la tarjeta de mi madre para pagar cuatrocientos pesos. Un comercial forzoso: serie de imágenes a media luz en una fiesta, una calle de noche, un bosque. “Exploramos la oscuridad, su misterio y la verdad que nos revela. Al dar un paso más descubrimos una realidad llena de sabores en la que nos sentimos libres y dispuestos a experimentar. En esa diversidad entendimos quiénes somos realmente. Hoy sabemos que hay cervezas que no están hechas para la luz. La noche lo sabe, la fiesta lo demuestra. Cerveza Indio Stout. #LaOscuridadSabe”. Sentí náuseas cuando pensé que yo había creado lo que había visto y escuchado. Empezó el video, cámara fija, la pareja se ve a lo lejos, pasó un rato hasta que finalmente vi sus senos de frente desnudos mientras lo montaba. El impacto me hizo cerrar los ojos. No pude reconocerla.
Deambulé un largo rato, estaba en la Avenida Cien metros. Subí al segundo piso, escondiéndome del tipo en la caseta. Avancé junto a la barra de contención. A través del alumbrado público, a mi lado izquierdo, observo a lo lejos el valle retacado de luces que se multiplican, como en la superficie de un mar ennegrecido que avanza lleno de reflejos hasta llegar a los cerros. Si hay pájaros en medio de esta noche deben estar borrachos entre semejante espuma. Después de un rato, la vía rápida comienza a experimentar una pendiente en descenso. Me bajo de la esbelta acera, son las 4 am, buena hora para probar suertåe y ver si algún auto logra esquivarme.
(Juan Pablo Anaya)