Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor, aka La Poni, la tauro que ayer cumplió 82 años. La descendiente del último rey de Polonia. La que salió de Francia a los diez años de edad porque la Segunda Guerra Mundial estaba acabando con Europa. La que aprendió español escuchando a su nana y a los pregoneros de la ciudad de México. La que en 1953 comenzó su vida reporteril en Excélsior. La que trabó amistad de la buena con Fuentes, Monsiváis y Montemayor. La que contó con pericia, en la prensa y en sus libros, la matanza estudiantil de Tlatelolco y los estragos que dejó el terremoto del 85. La que todavía ahora suele caminar a lado de los destartalados y denunciar las injusticias. La que ha apoyado a López Obrador en sus dos compañas presidenciales. La que acaba de recibir el Premio Cervantes, el galardón literario más importante del habla castellana. La que en su discurso en Alcalá de Henares reivindicó a la mujer, les dijo a los reyes de España y a todos los presentes que “los conquistadores no supieron a quiénes conquistaron” y se autodefinió como una Sancho Panza. La que cae rendida ante los guisos que hace Martina, la señora que le ayuda en casa y que tiene fama de ser la cocinera más exacta.
Esa misma Poniatowska, hace unos días, estaba en la sala de su casa, sentada en un pequeño sillón amarillo, contándonos que un italiano le había hecho un busto de bronce y que se lo regaló, pero él lo tiene guardado todavía porque ella no le ha encontrado lugar.
Poniatowska pensó llevárselo a Mérida, en Yucatán, pero luego reculó: “Mejor no; se vaya a caer el avión”. Allá se le había ocurrido ponerlo en la esquina donde trabaja su hija. “Los coches chocan a cada rato y yo creí que poner el busto ahí iba a amortiguar los trancazos”.
Una amiga del gobierno del DF, a la que acompañé con Poniatowska, le dijo que hablaría con gente cercana a Miguel Ángel Mancera para ver si en la ciudad le encontraban un mejor sitio al busto.
Finalmente, La Poni es una chilanga que merece ser reconocida. A la escritora le pareció un exceso la propuesta de mi amiga y enseguida nos pidió que la acompañáramos a la vuelta de su casa, en el Parque de la Bombilla. Nos dijo que ahí había visto un montecito de tierra. “Ese sería un buen lugar para ponerlo”, dijo y yo llegué a pensar que estaba bromeando.
Durante el camino, Poniatowska nos habló de los hombres y mujeres que duermen en las escalinatas del monumento a Álvaro Obregón. “Ya hablé con ellos y les tomé fotos porque voy a contar sus historias”, dijo con ese tono de reportera que nunca se le quitará. Y también nos platicó que todos los días, acá en el parque, pasea a Shadow, un labrador juguetón que comparte la casa con dos gatos (Monsi y Váis).
Entonces llegamos a donde estaba el montecito de tierra, en medio de la nada, y nos dijo: “Yo creo que ahí se vería bien”. El montículo, para ser honestos, le funcionaría más a un pitcher que al busto.
Y fue cuando pensé que por cosas como éstas, de humildad genuina, es que uno quiere a Poniatowska.
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