Tildar a algo de tortura siempre suena hiperbólico. Ir al dentista, esperar en un banco, someterte a una resonancia magnética, todo esto nos parece tortuoso, como si sentarte a que te limpien los dientes fuera equivalente a pasar un mes en Guantánamo. Independientemente de su definición en el diccionario, para que un acto sea considerado tortura debe ser arbitrariamente cruel e innecesario y, por lo tanto, ninguno de los ejemplos anteriores embona con el significado. En otras palabras, no se ha inventado una manera de sacar las muelas del juicio que no implique un jeringazo en el paladar, ni de observar a detalle el interior del cuerpo humano sin introducirnos a ese estruendoso tubo de ensayo. Ambos procedimientos son necesarios y, en caso de que se requieran, ineludibles. Por el contrario, la tortura es siempre arbitraria: el torturador decide arrancar las uñas del torturado para propiciar una confesión porque puede, porque sí. Precisamente por eso,creo que lo más cerca que he estado de la tortura es pasar por la aduana estadounidense.
Durante el 2013 he entrado a Estados Unidos en tres ocasiones. Sin excepción, la fila de visitantes llenaba la mitad de la sala, mientras que la de residentes apenas ocupaba un segmento de la cola zigzagueante. Diez agentes atendían a veinte compatriotas suyos mientras que uno o dos oficiales escudriñaban, con una lentitud deliberada y pasmosa, a más de un centenar de turistas e inmigrantes. Para entrar a Los Ángeles primero esperé dos horas a que fuera mi turno y después, sin ninguna explicación, acabé en una recámara adyacente, sin poder abrir la boca, mientras un solo agente aduanal revisaba, de mala gana, una docena de pasaportes detenidos. Cuando finalmente salí del aeropuerto había pasado más tiempo en la zona de migración que en el vuelo que me llevó de México a California. Además, mientras esperaba en la sala –donde uno no puede hacer nada más que esperar de pie- vi pasar a no menos de cinco oficiales de migración, riendo detrás de los mostradores, echando la chorcha en vez de despachar a quienes esperábamos acceder a Estados Unidos.
Hace dos semanas, entrando por la costa Este, padecí lo mismo: dos horas de hacer cola en una sala cuya temperatura oscilaba entre el desierto del Sahara y el Polo Norte, para luego ser víctima de los gruñidos de otro agente aduanal, quien me envió por cuarenta minutos a la sala de detención porque “su computadora no funcionaba”.
Estados Unidos podría hacer algo para remediar esta situación (y no sólo el mítico global entry es suficiente). Es inconcebible que ciudades con los recursos económicos de Los Ángeles y Nueva York no tengan dinero para llenar las casillas con agentes aduanales día y noche. Los turistas o inmigrantes están a merced de un grupo de policías que, sin tener que dar una sola respuesta, pueden negarles la entrada o detenerlos cuando se les pegue la gana. El trato en sus aduanas es ofensivo bajo cualquier estándar. ¿Una tortura? Quizás no. Solo un acto humillante. E innecesario.
(DANIEL KRAUZE / @dkrauze156)