Con el Mundial de futbol se agotan los cientos de columnas que se han escrito sobre los principales acontecimientos que definieron la justa carioca. La resaca pambolera, como toda resaca que se respete, pasa por un momento en el que, pasada la intoxicación, uno se pregunta si la embriaguez que ahora desata su ira sobre nuestro cuerpo valió la pena.
Uno de los hombres que mejor retrataron la cruda, el escritor Kinsgley Amis, hablaba del miedo al futuro como uno de los rasgos más característicos del amanecer que le sigue a una bacanal. Viene un momento de reflexión en el que uno analiza los pasos andados y se pregunta si volverá por la senda que hoy lo castiga. ¿Si el futbol mundial sigue por la misma senda, podremos volver a entregarnos a un Mundial de futbol?
Veamos: el torneo es organizado por una institución, la FIFA, capaz de otorgarle un Mundial a Qatar, un país en donde la homosexualidad es ilegal y donde los estadios están siendo construidos por inmigrantes que trabajan en condiciones de esclavitud.
Los jugadores llegan absolutamente extenuados después de jugar temporadas maratónicas en las que los cientos de millones de euros que ganan los jugadores son exprimidos al máximo. En su enorme mayoría los asistentes a los estadios son grandes potentados o invitados especiales de marcas y corporaciones (con la pequeña y honrosa dosis del ahorrador tetranual que canjea cuatro años de trabajo por un mes de dicha). Las parafernalias mercado-técnicas son cada vez más insoportables y arrastran la dignidad del consumidor hasta niveles infrahumanos. Quedarán en la memoria del espectador, más que grandes manifestaciones colectivas (Alemania contra un muy débil Brasil como la excepción que confirma la regla), pinceladas individuales que muestran cómo la mirada del deporte se sesga cada vez más hacia la construcción de ídolos capaces de hacer trucos de magia con un balón que hacia el placer de observar un esfuerzo colectivo, articulado y cohesionado, ir hacia una meta común.
La vida, y no sólo el futbol, está cada vez más infectada de los voraces afanes del neoliberalismo más salvaje. Basta que cualquier manifestación cultural espontánea obtenga un poco de notoriedad para que las marcas la absorban y la conviertan en un patético instrumento comercial. Rescatar el placer por el juego de las fauces de los dueños del balón se presenta como una tarea cada vez más complicada. Una tarea que no debe ser abandonada porque el ocio, la distracción, el puro goce y la alegría sin propósito, son elementos esenciales de cualquier sociedad que se respete. Y porque sin eventos que nos permitan escapar por unos momentos de los enseres de la política nacional donde todos los partidos que jugamos parecieran ser de octavos de final, la realidad se haría mucho más difícil de soportar.
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(DIEGO RABASA / @drabasa)