“La vida empieza a los cuarenta” es una frase que me ha parecido siempre de lo más enigmática. Cuando era niña y la escuchaba, me decía muy preocupada que mi acontecer diario no debía ser ni siquiera la antesala de eso que llamaban “la vida” con tanta solemnidad.
A esa edad iba a la escuela, presenciaba en directo los dramas sentimentales de mis padres y sus posteriores parejas, mantenía una rivalidad amistosa con mi hermano, acudía al cine y al teatro, jugaba al futbol y encajaba, con el mayor estoicismo posible, una a una las derrotas de la ‘Unión de curtidores’, mi equipo, ya por entonces en vías de extinción.
Hace poco más de un año crucé la frontera de los cuarenta. Tenía en mi currículum trabajos de lo más diversos, un doctorado, algunos noviazgos, viajes largos a lugares exóticos, un matrimonio fallido, dos hijos, algunos años de terapia, muchas fiestas y una incertidumbre del tamaño de un trasatlántico. Lo que no tenía, lo digo con toda honestidad, era la sensación de que estaba comenzando la vida y, si de verdad iba a comenzarla, estar en la casilla de inicio no me producía el menor entusiasmo. Entonces me dije que esa expresión que había escuchado tanto durante mi niñez se refería sobre todo a una generación, la de mis padres, que a los veinte años ya estaban casados y empezaban a reproducirse.
Cuando pronunciaban esas enigmáticas palabras, lo hacían a sabiendas de que, para cuando cumplieran los cuarenta, sus hijos entrarían a la universidad y –eso esperaban ellos– se estarían preparando para formar sus propias familias. Debía ser sensacional verse libre de las responsabilidades parentales y tener aún la energía de la cuarta década. Sin embargo, en mi generación, las cosas ocurrieron de otra manera.
Dentro de ese tipo de sentencias indelebles de mis primeros años, está también una tira de Mafalda en la que la protagonista mira a su madre fregar el suelo y los muebles de la cocina con un pañuelo en la cabeza, mientras la lavadora termina de exprimir la ropa. “—¡Mamá!, exclama Mafalda , ¿Qué te gustaría ser si vivieras?” No sé si a todos nos influenció de la misma manera esa tira ominosa pero no fuimos pocos los que intentamos agotar la lista de las cosas que deseábamos hacer antes de llegar a ese páramo existencial que —al menos desde nuestra óptica— representaba el matrimonio o la vida de familia y por eso postergamos la reproducción hasta bien entrados los treinta.
Resultado: llegamos a la paternidad convertidos en piltrafas. Muchos de mis contemporáneos decidieron seguir por la autopista profesional y no desviarse de esa búsqueda desenfrenada de la verdadera vocación. Hay un tema musical que describe muy bien el estado en el que varios de nosotros llegamos a la cuarta década. Si alguien se siente interesado, sugiero que la busque. Es de El Cuarteto de nos y se llama “Ya no sé qué hacer conmigo˝.
Recientemente escuché una frase que volvió a desconcertarme. Supongo que fue acuñada una vez ocurrido todo esto que les cuento: “Los sesenta son los nuevos cuarenta”.
¿Qué significará? ¿Qué a esa edad uno descubre finalmente para qué nació?, ¿que el brío y la energía vuelven, impredeciblemente en la sexta década? Estaba con un amigo en el momento en que fue pronunciada. Él también era un padre reciente y esa tarde había ido al quiropráctico a que le quitaran un terrible lumbago, consecuencia de cambiar pañales sobre la cama matrimonial. Al ver mi expresión interrogante, me comentó: “no sé si esto quiere decir que tarde o temprano resurgiremos de las cenizas. Lo que sí te puedo asegurar es que los cuarenta, así como los vivimos, son más bien los nuevos ochentas˝.
(GUADALUPE NETTEL / [email protected])