Diciembre es mes de delirios colectivos. Fingimos que nos importa la humanidad (esa impostura se acaba la segunda vez que damos una “navidad” en el semáforo, porque somos unas pésimas personas), que nos interesa nuestra familia política, que nos preocupa nuestra propia vida. El calendario se llena de convites, festines, banquetes. Desayuna uno con ex compañeros de la preprimaria a quienes nunca pensó ver otra vez y trata de no voltear hacia sus evidentes narizotas operadas. Se toma uno un cafecito con ese amigo despeinado y soporífero que cumplió cuarenta años, no da golpe y sigue confesando que todavía no se halla.
Y, de manera inevitable, como parte de esta tormenta de errores, termina uno inscrito en algún intercambio de regalos. Este es un método fascinante, que intenta proporcionarnos gotitas de felicidad compartida pero sólo consigue que quedemos insatisfechos y sulfurados gracias a un presente feo y barato que no tiene posibilidad de gustarnos (ni de gustarle a nadie que no esté catatónico). Antes de recurrir a los trucos de siempre (cajitas de chocolates y demás), recordemos algunos puntos básicos.
1. Se intercambian regalos solamente con personas que no nos interesan en lo más mínimo, tales como compañeros de escuela o trabajo, vecinos, parientes en tercer grado. Si infringimos ese principio básico terminaremos ante un abogado de divorcio o liquidando cuentas formidables de psicólogo para nuestros hijos. Y si queremos seducir o halagar a alguien, hay que darle un regalo directamente y no esperar a que no salga su nombre en una tómbola.
2. Es recomendable procurar que se apruebe un límite flexible en el precio del regalo. Por ejemplo, de entre 200 y 500 pesos. Así podemos gastarnos 150 y pretender que erogamos 200 porque “en el Palacio de Hierro todo es más caro”.
3. Si nos toca en el sorteo un hombre, la clave está en la edad. Si el tipo tiene menos de 25 salimos del paso con una tarjetita de iTunes. Y si tiene más de 26 se libra el obstáculo con algún tequila barato de marca desconocida y botella sencillita y el juramento: “Este lo fabrica un conocido y sólo hace mil al año. Yo no bebo tequila pero de este es el que chupa Vicente Fernández”. Todos reirán. Éxito.
4. Si la agraciada por el azar del intercambio es mujer, la cosa es más sencilla. Las mujeres hacen algo que los hombres simulan pero no consuman: leen. Así que uno puede quedar bien con un libro de política más o menos serio (es decir, que no tenga más de tres colores en la portada ni se refiera a “Las amantes secretas del canciller”) o alguna novela escrita por un lituano, búlgaro o coreano más o menos profundo. No, no importa que usted sea un palurdo que solamente lee los chistes que le llegan a su Whatsapp: ella sabrá calibrar ese volumen misterioso de “La marea insobornable”, del no menos misterioso WG Auschwenstein, mucho mejor que usted.
5. Ponga una sonrisa pequeña pero cálida al recibir su botella de tequila malo o su novela de WG Auschwenstein en el intercambio. Total: no tendrá que ver a sus ex compañeros de la preprimaria o inscribirse en otro hasta dentro de un año.