Mafalda es una pequeña niña argentina que vive sometida a un realismo irreparable. Quino, creador de este personaje entrañable de tiras cómicas, le ha dado la pesada carga de la empatía rebelde contra los abusos. Es una niña íntegra capaz de vivir con azoro e indignación sabia las guerras, invasiones, injusticias, desigualdades y políticas que van destartalando al mundo entero. Esta chica de cabellera inmensa representa la conciencia del mundo, pero también personifica la inocencia, la mirada humana que valora la vida de las y los otros, que cree que las cosas podrían ser mucho mejores y es incapaz de comprender cómo demonios las personas adultas se empecinan en arruinarlo todo. La violencia de la adultocracia le resulta incomprensible.
Mafalda no está sola, millones de niñas y niños van descubriendo el mundo con esa capacidad de asombro que incita a plantear las preguntas que importan. Los ojos de esas niñas y niños en América Latina nos miran con la misma pregunta: ¿por qué están empecinados en arruinarlo todo? Entonces, harta de lo que le resulta insufrible mientras escucha las noticias en la radio, en un momento de claridad refulgente grita “paren el mundo, ¡me quiero bajar!”. Mirando las crisis de violencia, impunidad e injusticia que nos rodean, casi todas las personas en algún momento de la semana pensamos lo mismo que Mafalda. Y aunque el mundo no se detiene nosotras sí podemos hacerlo, debemos hacerlo. Detenernos a reflexionar y decidir.
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Mientras percibimos el avasallamiento del caos generado desde los poderes fácticos que fomentan la guerra, la mentira y las crisis que tanto estrés postraumático colectivo han producido, al menos treinta mil niñas y niños son cooptados para servir de objetos criminales. Digo objetos porque no existe un acto de voluntad informada, ni el libre albedrío propio de un sujeto, se les trata como objetos, se les usa con severa crueldad. Porque ni las pequeñas de doce y trece años enviadas por Boko Haram a explotar su propio cuerpo con una bomba para efectuar atentados terroristas, ni los niños de diez años forzados al sicariato y la esclavitud para la agricultura narco en México y América, ni los chavales de 15 años que subidos en las azoteas y en la cima del cerro son usados como halcones para dar aviso de la llegada de la Marina o el ejército a las zonas dominadas por los cárteles de las drogas, son criminales. Ellas y ellos son todos víctimas, tal como los norteamericanos que tomaron un arma familiar para matar a sus compañeros en la primaria; son víctimas de la adultocracia que subsumida en el caos ha sido incapaz de comprender que niñas y niños no merecen esa vida miserable, fraguada en el miedo, la violencia y el abandono.
La agencia UNICEF revela que se han documentado casos de 30 mil niñas y niños cooptados por el terrorismo y la delincuencia organizada, pero los expertos de la oficina para las Drogas y el Crimen de la ONU calculan que esa cifra puede ser al menos 10 veces mayor. Tenemos que detener el trepidante avance del desasosiego que nos hace creer que violencia es imparable. Es posible detenernos a decirle al presidente Peña Nieto que su decreto de la ley por la infancia no será útil sin la urgente inversión de al menos diez mil millones de pesos en el sistema de protección a niñas, niños y jóvenes. Basta recordar que sólo el gobierno de Puebla y el de Veracruz pagaron en un año 1,270 millones de pesos a Televisa para publicidad gubernamental. Celebrar el día de niña-niño es asegurar su protección, seguridad y futuro. Lo demás es una farsa inútil que no estamos dispuestas a testificar de brazos cruzados.