Ramiro tiene 12 años, nació en Badiraguato, Sinaloa, la Sinaloa del Chapo Guzmán, de los miles de desplazados y cientos de secuestrados. El territorio del abandono, donde la guerra tomó el lugar de las escuelas para miles de niños y niñas. Donde la narrativa del narco ha colonizado el lenguaje de la infancia. Ahora ellos dicen palabras colombianas sacadas de las narconovelas, tales como sapo: soplón en mexicano; verraco: valiente en mexicano. Muchos chicos en los colegios juegan durante el recreo a los cárteles, se ríen y usan armas de plástico. Uno aprendió a hacer una pistola perfecta con origami, usó el papel para armarse en lugar de utilizarlo para expresar sus emociones e ideas con palabras escritas. “Si no me das el dinero te secuestro”, le dice uno al otro. Juegan a los levantones, a los buscadores de fosas, a los militares buenos que matan a los militares narcos. Otros niños y niñas los miran con desprecio mientras juegan al futbol, al ajedrez. Ninguno imagina que de adultos tal vez serán enemigos, tal vez se odiarán. Tal vez uno le venda drogas al hijo de la otra. Ramiro dice que en México hay que ser valiente para que el gobierno no te mande matar, para que los militares no secuestren a tu mamá. No cree en los adultos. Antes quería ser maestro, ahora ya no sabe lo que quiere. Dice que no sabe si va a llegar a grande.
Jeferson nació en Medellín, el Medellín de Pablo Escobar, el de los miles de familias desplazadas, de secuestrados, de mujeres violadas y de asesinatos. Creció con el temor metido en los huesos; con sus amigos del colegio corría a esconderse cada que veía una motocicleta pasar a toda velocidad, el vehículo favorito de los sicarios. Cuando Jeferson descubrió que su padre estaba dedicado a vender droga, sintió un gran desprecio por su progenitor, ese que maltrataba a su madre a punta de golpes y frases de desprecio. A los 15 huyó de casa. Conoció a un tendero que le dijo que había un lugar donde tendría trabajo digno y podría liberar a su gente de la pobreza y de los narcotraficantes. Terminó en las filas juveniles de las Fuerzas Armadas Revolucionarias-Ejército del Pueblo (FARC-EP). Un año después escapó con dos amigos de su edad, los ayudó un sacerdote y más tarde entraron en un proceso de reintegración social como desmovilizados de la guerrilla. Es un joven moreno, tímido, dice que aún no sabe quién es él, lo que sí sabe es lo que no quiere ser: no quiere matar, no quiere ser un mal hombre, no quiere vender o consumir drogas, no quiere que lo maten. Tal vez podría ser músico, quién sabe.
LEE LA COLUMNA ANTERIOR DE LYDIA CACHO: EN MEDIO DE ESTE CAOS, TÚ Y YO
Escribo este texto en Colombia, presenciando un momento histórico para América Latina: las negociaciones de paz que podrían dar fin a 52 años de conflictos bélicos internos que han devastado la vida de 8 millones de víctimas. Aquí descubrí el proyecto de lectura y escritura Los niños piensan la paz; elaborado por la Subgerencia Cultural del Banco de la República. Mientras los adultos negociaban el fin de la guerra y se tomaban fotos, este equipo cultural de la mano de Ángela Pérez Mejía y Javier Naranjo, con del Laboratorio del Espíritu, expertos en la promoción de la lectura como ejercicio de ciudadanía de niños y niñas, trabajaron con esta población para que definieran su mundo. “Los que me da paz es no escuchar más gritos de lamento en barrio, no escuchar disparos, no escuchar de boca de otros lo que en las noches curre porque con todas esas cosas vivo con temor y no me permite vivir en paz” Angie de 16 años, originaria de Neiva. “La guerra sabe a tristeza, porque necesitamos la paz para vivir tranquilos” escribe Ana de 10 años. María, originaria de Río Negro escribe “La guerra huele feo, porque es un gran olor a odio y rabia”.
Las niñas y niños de Colombia dicen y piensan que si ellos votaran el plebiscito seguro ganaba el sí. Entienden que la paz no es una casa a la que se llega a vivir, sino un largo camino para encontrarse con personas muy diferentes, pero que, aunque diferentes, todas merecen vivir sin violencia, con agua y comida, sin drogas o armas que los maten; con familias que les den amor.