De las Nochebuenas infantiles tengo pocos recuerdos, parecidos a una mala película en blanco y negro: grisácea, lenta y con poco que aportar. Los adultos de mi familia paterna se reunían a comer y beber, nosotras simplemente esperábamos los regalos con emoción allá en el “lado de los niños”, sin creernos mucho el rollo de las mitologías comercial y religiosa. Mi recuerdo más sólido consiste en esa sensación de la medianoche cuando, amontonados en el auto mis hermanos y yo nos quedábamos dormidos y gruñíamos cuando nos despertaban para salir al frío, ponernos el pijama y a la cama. Pero no, esta no es una historia de amargura Grinch.
Lo que sí recuerdo son los días anteriores con mis abuelos maternos. Mi abuela Marie Rose, metida en su cocina preparando todo tipo de platillos para las fiestas, y yo, viviendo con ellos tanto tiempo como podía en vacaciones. Mi abuelo José le llevaba de vez en vez un cóctel para animar la cocina entre una historia y otra sobre su juventud en Francia y la solidaridad durante la guerra, o sobre la bisabuela vidente y el novio portugués futbolista que le arrebató el corazón al verle meter el primer gol. El aludido galán (es decir, mi abuelo) nos contaba sobre el equipo Club D’Oporto y los mejores jugadores de la historia.
La abuela tomaba mis manos de niña flaca y pequeña, me enseñaba a manejar el cuchillo más filoso, a picar el perejil y el ajo; me mostraba las barras de mantequilla al tiempo que explicaba la temperatura a la que se debe cocinar, el punto exacto del ajo dorado, la estrategia para preparar con la materia prima del rancho el paté de hígado más sabroso del mundo. Como una cuentacuentos me mostraba una pierna enorme de cordero, mírala bien, decía, vamos a quitarle la grasa de aquí, a marinarla; así adquirí la pericia para preparar el cordero perfecto, marinado desde la noche anterior con vino tinto, romero fresco y ajo. Mi abuelo era el encargado de enseñarme cómo hacer paella valenciana y cómo asar sardinas portuguesas; días antes en el rancho me ponía a prueba para elegir la mejor col berza para el caldo verde, un clásico de su tierra natal. Con ellos aprendí a ir tempranito a los mercados de la Ciudad de México a buscar los ingredientes. Adoraban la comida mexicana, pero no era su especialidad.
La pierna de cerdo a la mostaza (que por cierto cociné hoy antes de escribir esta columna), sabe exquisita acompañada de ñoqui en salsa de pistache y tomate hecha en casa, además, claro, la ensalada de berros y aceite balsámico con nueces, garapiñadas en casa.
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El abuelo probaba de todo, entraba a platicar a la cocina, traía y llevaba viandas, ponía la mesa y elegía los vinos. Éramos una familia de clase media, pero en casa de mis abuelos maternos en verdad aplicaba eso de que donde comen 10 comen 20. Siempre llegaban amistades que ansiaban esa semana entre Navidad y el año viejo para reír, comer, platicar de todo; allí la política, la religión y el disenso no estaban prohibidos en la mesa. Será por eso que relaciono la felicidad en los días contrarios al festejo, tal vez por ello conecto el afecto y la alegría, el debate apasionado y la demostración de amor, de nobleza e inteligencia con los platillos que preparamos, con los aromas del orégano, el romero y la albahaca. Con la selección de especias y recetas. Los secretos de las abuelas no tienen que ver con medidas, en realidad se ocultan tras la selección del platillo como el regalo que queremos dar. Cuando cocinamos apasionadamente nos rendimos a la creación, a la transformación; nos entregamos a las y los otros. Conozco los secretos de la yerba santa o el epazote para abrir el apetito de quienes están tristes, los mejores caldos para evitar la rabia; las recetas de Indonesia para antes de bailar; los platillos mexicanos para de después hacer el amor y los platillos que abren la mirada a la belleza y al deseo. Por eso celebro los días normales cocinando para mis seres amados; las fechas impuestas no son lo mío.