La primera persona que murió en mis brazos fue mi abuelo paterno cuando yo tenía 17 años. Mientras las personas adultas, sobre todo las ancianas, hacían extraños ritos religiosos que incluían rezos rítmicos con un tono amedrentador, yo miraba un enorme crucifijo incrustado en la pared de su cabecera. La imagen me parecía desoladora, el cuerpo del abuelo se desvanecía, ya empequeñecido por las radiaciones y la enfermedad. Una tía se llenaba de ira frente a los acontecimientos, quería salvar lo insalvable y tal vez, en silencio, reclamarle mil abandonos a su padre militar, poco afectivo y lejano. Uno por uno intentó despedirse en un ambiente irradiado por el miedo y la incertidumbre. Relacioné entonces la muerte con todas las emociones y sentimientos que los seres humanos somos capaces de elaborar o de negar sin comprender que quedarán allí para siempre, hasta que una mañana inesperada despierten y la persona se vea confrontada consigo misma a lo que se ha convertido en el demonio de la debilidad para procesar los sentimientos y reconocer las verdades.
Viene a cuento la historia de la muerte porque cada vez que terminamos un año vivimos una pérdida cíclica. Periodistas, intelectuales, científicas, jardineros, costureras y albañiles hacen el recuento de los bienes y los daños cada diciembre. No importa si la reflexión es pública o privada, compleja o elemental; siempre nos enfrentamos con lo que tenemos y podemos ese fin marcado en el calendario cíclico que la naturaleza nos entrega y que las personas hemos nombrado con ritos de paso y costumbres diversas. Si evaluamos el 2016 por lo que publicaron durante diciembre los medios de comunicación y las redes sociales son claros el sufrimiento, la ira, el resentimiento, la desesperación, la frustración y poco, pero muy poco, se reflejan algunas alegrías, celebraciones y éxitos.
Lo público se hizo evidente en contrasentido a lo que sucedió a puerta cerrada en encuentros familiares, reuniones de amistades o fiestas populares en que millones de personas agradecimos seguir con vida, haber sobrevivido enfermedades mortales, tener seres amados, tener trabajo, tener comida sobre la mesa y compartirla con quienes no tienen; hacer donativos a causas nobles a manera de regalo; enviar mensajes de amor, solidaridad y deseos esperanzadores cursis, arrebatados, religiosos o cómicos. Nos abrazamos y prometimos que 2017 será un año en que necesitaremos más voluntad, más integridad, más fortaleza para enfrentar lo que viene, para resistir los brutales embates de corrupción, latrocinio y mitomanía de nuestros gobernantes. Para rebelarnos ante las injusticias; solidarizarnos con periodistas y personas de todo tipo que reciben agresiones sin importar sus ideologías o visión política. Hay quienes en diciembre piden perdón para tener paz interior, no para sanar las relaciones; quienes se suicidan para huir de lo insoportable y quienes se enamoran para sobrevivir la soledad inquietante.
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Prometemos a manera de despedida, por la muerte de un año que a millones nos dejó en agotamiento emocional, intelectual, en el desgaste económico, en la angustia de la impotencia frente a los poderes tomados por ignorantes, radicales, racistas, xenófobos. Pero al fin y al cabo prometemos para seguir adelante, para construir la paz, para buscar la esperanza que se cuela en los pequeños rayos de luz que nos atraen en esta unidad subyacente con cientos de miles de personas que creemos que la transformación social es posible, que la revolución política llegará gracias a la defensa sostenida de los derechos humanos y a la sólida construcción de un nuevo sistema de justicia.
Debemos reconocer los pequeños logros cívicos, sin ello, es imposible seguir creyendo en nuestro poder transformador para abatir el cinismo y la desesperanza en que los poderes fácticos nos quieren mantener para seguir apropiándose de nuestro mundo, porque han comprendido que la esperanza sin estrategia es pura rendición ilusa.