En estos días he escuchado a algunas personas que participaron en la creación de la Constitución de la Ciudad de México que, con sobrada razón, celebran los resultados no sin reconocer las fallas, los empujones de partidos que no quieren que nada cambie en México para seguir teniendo insufribles privilegios e insultantes salarios. Leí los argumentos de personas a quienes aprecio y admiro, quienes renunciaron públicamente a participar en la Constituyente porque fueron testigos de primera mano de los juegos sucios de algunos montoneros políticos para sabotear un proceso que es en verdad democrático.
Pensé en lo que las y los colombianos hicieron apenas en 1991 para darnos un ejemplo monumental de lo que un fuerte movimiento estudiantil, obrero, intelectual, feminista, indígena y periodístico logró al redactar lo que llamaron el Preámbulo del pueblo de Colombia en el ejercicio de su poder soberano. Recientemente, en el Museo del Banco de la República de Colombia caminé sola, emocionada y en silencio, observando el retrato histórico de la creación de esa nueva Constitución del país del sur, vi las fotografías y los periódicos, los afiches diseñados por el movimiento estudiantil, las traducciones de la Constitución política a diferentes lenguas indígenas originarias de Colombia, ese país que ha pasado por guerras que parecieron interminables, baños de sangre brutales, batallas de los peores representantes de la política por mantener las cosas como estaban, por proteger a los poderes verticales, la guerra, la esclavitud, el racismo, los monopolios, los vínculos de la narcopolítica. Tardaron, sí, pero ahora están en un momento absolutamente ejemplar y trascendente que nos demuestra cómo aquellos esfuerzos colectivos de personas tan diversas, tan desiguales, e incluso que en momentos se consideraban fuertes adversarios, están dando frutos en un pueblo que despierta y construye paz a pesar de los monumentales obstáculos impuestos por el capitalismo salvaje y la globalización aplastante que han convertido a la política y sus partidos en empresas cuya avaricia parece inagotable y cuyos fines se han diluido en la pulverización intencional de la democracia.
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Ese es el verdadero trabajo que estamos llevando a cabo desde todos los ámbitos en todo México. El primer ejercicio de creación de una Constitución nueva como la de la CDMX (con todos sus defectos), nos ha recordado a quienes vivimos en los 32 pueblos de los Estados Unidos Mexicanos que no todo está perdido, que vamos por más hasta sacar del poder a los empresarios de los partidos, a los necios que creen que el país les debe la presidencia, a los enemigos de la democracia, a las promotoras de la esclavitud de las mujeres disfrazada de libertad. Este momento me recuerda cuán cierta y movilizadora es la frase de Emilio Álvarez Icaza cuando dijo este sábado que “#ElPaísQueQueremos es aquél en que los responsables de las deudas de todo México no estén en Los Pinos sino en la cárcel.”
Taxistas, cocineras, empresarios, periodistas, analistas, escritores, feministas, sacerdotes, rabinos, cineastas, activistas y toda la sociedad mexicana está agotada de la crisis como quien a ratos quiere darse por vencido frente a una enfermedad mortal y abrumadora; pero logramos reírnos un poco, celebrar la vida, sentarnos con líderes que no son amigos pero sí serán nuestros aliados. En esta diversidad ideológica de género y racial, hoy nuestra Constitución cumplió 100 años mientras muchos estaban en un merecido descanso. Recordé que no es cierto que la Constitución y las leyes sean letra muerta, que hemos ganado derechos y espacios a golpe de esfuerzos colectivos y que habremos de seguirlo haciendo y, citando nuevamente a Álvarez Icaza, quien nos defendió a millones en la Corte Interamericana, yo también celebro que nos encontremos personalmente y dejemos de ver al país incendiándose desde las butacas.