Un hombre delgado, bajito, de cabello entrecano y rostro deteriorado por líneas de tiempo con un bronceado voluntario, camina decidido hacia mí. La situación es poco convencional. Estamos en una playa pública cerca de donde vivo en Quintana Roo. Yo sentada en un camastro con lentes y una gorra, bajo la sombra de una palapa despeinada por el tiempo y el viento. Miro el libro de Sennett entre mis manos pero algo me impide dejar de observar a través de los lentes oscuros al señor que viene hacia mí.
Nos observamos en silencio; hay algo en su presencia que no es intrusivo ni grosero. Tiene puesta una camiseta para nadar y bloquear el sol; su traje de baño parece el de un surfista, demasiado grande y colorido.
“Usted es Lydia Cacho”, me dice afirmando. Sonrío desganada. Me explica que lleva años esperando encontrarme en algún lugar del estado, porque ambos vivimos cerca, pero en diferentes pueblos. Pregunta educado si puede sentarse a mi lado, se acomoda en la pequeña mesa de madera donde está una cerveza a medio beber. Comienza a hablar como si estuviéramos preparados para una entrevista. Es sábado, pienso; quiero terminar la novela que tengo en mis manos, no trabajar. No me atrevo a decirlo y el hombre comienza a hablar.
“Mi abuelo se suicidó a los 58 años, mi padre se suicidó a los 47 años, mi tío paterno se arrancó la vida a los 30 y yo sigo vivo gracias a un niño que usted entrevistó hace 14 años”. No hay un dejo de martirio o enojo en su voz. Narra una historia que debe ser escuchada.
La entrevista que el hombre leyó hace 14 años es la de un niño abusado sexualmente y a su vez forzado por su violador a abusar de su hermana pequeña frente al adulto. Mi estómago da un vuelco; inevitable pensar que de nueva cuenta alguien en un lugar público cree que soy la cronista oficial de la pederastia infantil; una especie de procuradora cívica de justicia ilusoria. El hombre sigue hablando.
“Yo estaba a punto de quitarme la vida cuando mi esposa me trajo el periódico con su columna, luego me regaló su libro Los demonios del edén. Usted no lo sabe, pero la historia de ese niño es la historia de mi abuelo, y después de mi padre, cuyo hermano abusó de él, luego de ser abusado durante la infancia por el abuelo. Yo no quise hijos”.
La esposa no conocía la historia detrás de los suicidios; se murmuraba que eran depresivos, que tal vez el alcohol, el machismo y la severidad masculina en la familia. Cuando ella leyó la historia del niño, expresó a su marido que había sentido compasión por un chico forzado a abusar a una niña, que por primera vez pudo ver con los ojos completamente abiertos la posibilidad de que los victimarios casi siempre han sido víctimas. Eso lo incitó a leer el libro. Luego confesó todo a su esposa.
Él no abusó de nadie, pero fue abusado durante cinco años de su niñez. Aprendió todos los trucos para huir, para desvincularse del miedo, para justificar a sus agresores, para inventarse enfermedades; creció desconfiado y temeroso del amor. Bebió hasta el alcoholismo extremo del que salió hace 10 años. “Usted escribió ese libro para que yo no me matara. No lo sabe, pero es así. Yo no quería a mi abuelo y a mi padre en cárcel, los quería lejos, pero también cerca porque los amaba y necesitaba afecto”. Hablamos de cómo un niño herido puedo convertirse en un hombre destartalado. Mi amigo que estaba nadando regresó; a él no le importó seguir conversando frente a él. Después se levantó y se despidió.
Este fin de semana de 2017 un hombre me recordó por qué nuestro trabajo de narrar las verdades de niños y niñas es útil; por qué no podemos parar de explicar, de investigar y desentrañar historias desde todos los ángulos; explicar el origen del comportamiento violento. Nosotras las periodistas no estamos aquí para salvar vidas, pero sí para que la gente recuerde que su historia importa, que su vida también. Cada vez que alguien expresa algún efecto transformador de nuestro trabajo en su existencia, nuestra vida cambia también, nos recuerda que nuestras vidas están entrelazadas por la verdad o desfiguradas y alejadas por la mentira y el silencio.