Esta Ciudad de México me vio nacer y crecer. Hace 53 años no le decíamos Distrito Federal. Así le llamaban algunos políticos, o la gente que venía de otros estados. Para mí fue la ciudad donde aprendí a amar y a mirar a las personas a los ojos. Crecimos en la colonia Mixcoac, en la calle Donatello número 25, jugábamos futbol y aprendimos a patinar, saltábamos resorte y hablábamos con los “chavos banda” de cómo era vivir como un rebelde por las calles de una ciudad que les negaba cobijo.
Mi madre y mis abuelos nos enseñaron en esta capital del país a confiar en las personas, a platicar y escuchar las historias de vida, como la de Don Chucho, el anciano vendedor de los dulces de leche más sabrosos que he probado en la vida. Mi abuelo paterno vivía en la calle de La Castañeda y los vecinos nos decían, a manera de juego, que éramos los locos del manicomio. A los 10 años mi hermana y yo caminábamos solas más de 20 cuadras sin miedo a casi nada, mirando al cielo claro como el mar. Aprendí a subirme al transporte público, en especial el tranvía, a ceder mi asiento a hombres y mujeres mayores. Descubrí cómo enfrentarme al acoso callejero de albañiles, conductores y transeúntes que nos insultaban, convencidos de que sus guarradas eran bien merecidas por ser mujeres.
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Aquí fui de niña a la Plaza de Tlatelolco tomada de mano de mi madre, en 1973 justo al cumplir los 10 años. Nunca olvidaré su escueta y potente explicación de por qué había que defender a las personas y no a la patria de la violencia de Estado; que la reciente masacre y las desapariciones forzadas eran acciones de los que se creen dueños de la Patria.
Hay algo que retumba en mi pecho cuando escribo esta anécdota, cómo olvidar la fuerza de las palabras de una madre a quien admiraba por su dulzura y su fuerza, por sus convicciones e incomprensibles contradicciones vitales.
A los 23 años emigré de esta ciudad hacia el mar y la selva del sureste mexicano; debo decir que nunca escapé de nada ni de nadie, fui en busca de mi propio mapa vital y lo encontré en la escritura y el activismo. Luego de tantos años regreso sistemáticamente a la capital a trabajar, a visitar a mis seres queridos. No extraño la ciudad con su inmundo ruido, su fascinante polifonía y ese aire impuro que a ratos cuesta respirar; sin embargo, cada vez que transito frente al monumento de la Revolución, a Tlatelolco, por los murales de la UNAM, Chapultepec, Tepito, Xochimilco, la Merced o Reforma y su Museo de Antropología e Historia, resuenan en mi mente (en ese velo de sentimientos e ideas que nos envuelve desde la cabeza hasta el corazón), las palabras de mi madre. Defiende a las personas, no a los símbolos, protege a quienes sufren, nunca a quienes maltratan; escribe para develar las voces de las otras; viaja para comprender mejor el mundo y serle útil. No vivo en la capital de México, ella vive en mi porque es un amasijo de todas y todos los que conformamos México.
Hoy es el último día en que escribo en este diario que me dio cobijo en la ciudad en que nací. Un espacio de libertad que no se vende y que seguirá siendo una voz de la ciudad y sus habitantes. Me voy feliz y agradecida por esta aventura con el equipo de Maspormás, por la amistad de Gus, este loco que lleva la nave porque sabe trazar rutas hacia el futuro.