Lo confieso: me gusta el Metrobús, me parece un gran sistema de transporte y lo uso siempre que puedo. Con él –como con tantas otras cosas de la vida- me pasa lo mismo que con el Marido: el amor hace que olvide sus defectos.
Entonces, siempre que puedo, lo uso. Llego contenta, pago, y…sufro.
Si me toca usar la Línea1, el sufrir se vuelve martirio: me arrepiento de haberme subido, maldigo al señor que autorizó las estaciones tan angostas, maldigo también a quien sea que permite que una funeraria o una tienda de celulares hagan ahí su vendimia (¿no ven que apenas cabemos?) y, maldigo sobre todo, a mi estúpido amor.
Me ha tocado, por supuesto, que me aplasten (¿magullen?), que me roben el bonito celular, que me insulten, pero lo peor ha sido cuando estuve por perder a Celu, o eso sentí. Como #madredramática, sentí que, si me daba por vencida, algo muy feo podría pasar…
Va la historia: Celu aún usaba carreta (conocida como carriola), tendría unos 2 años.
Era un día lindo para pasear sobre la avenida más-bonita-de-méxico, Paseo de la Reforma. Oronda yo, abordé el Metrobús, y aunque no conseguí asiento, tampoco iba mal. Acomodé la carriola junto a la ventana, le puse freno y la agarre con fuerza, por aquello de los frenones.
Conforme nos acercábamos a la Glorieta de Insurgentes –la 2ª con más afluencia humana-, veía que subían y subían pasajeras –iba en la sección rosita-, pero ¡nadie bajaba! Mi rincón se empequeñecía.
Sin yo saberlo, se acercaba el momento culminante de mi decepción de la humanidad: un grupo de féminas (como dirían en la prensa amarillista) abordó a punta de golpes (no estoy exagerando) y empujones, entre ellas, una madre que usaba a su hija como torpedo, empujándola para abrirse paso; dicha hija cayó sobre MI hija, así, de sentón. Tratando de guardar la calma en tan acalorado tránsito, le dije “ten cuidado, aquí viene una bebé”. ¡Uuuuuuuuy! Jamás debí recurrir a tal expresión, recibí insultos –que eran lo de menos-, trataron de desafiarme a un agarrón y lo más pior de lo pior: no me cedían el paso para que bajara en la siguiente estación. Era una angustia tremenda pensar “éstas van a madrearme”, porque así, de plano, no se querían mover. Entonces alguien (unas o varias de las otras pasajeras) hizo lo indecible, lo inesperado en esta ciudad de locos: le gritaron “¡Ya calmateeee! ¿No ves que trae una bebé? ¡Déjala saliiir!”. Una señora (¿la misma? ¿otra solidaria?) se acercó y me ayudó, juntas empujamos la carriola mientras las bravuconas, muy a su pesar, se movían 2 centímetros sobre su eje (claro, se trataba de que yo las empujara para que pudieran seguir el pleito). Bajé y caminé hasta el Ángel, con esa extraña sensación de no saber cómo lo había logrado. Dirán “desde entonces ésta no se volvió a subir al Metrobús”.
Pues he vuelto, incluso con Celu. Nomás que ya aprendí que, en ciertos días a ciertas horas y en ciertos trayectos, mejor caminar…