Aníbal tiene 38 años; cuando era pequeño quería ser bombero, le gustaba la idea de manejar un inmenso camión rojo, apagar fuegos, ser el héroe. Estudió leyes, descubrió el sueño del acceso a la justicia. Se graduó ilusionado. Luego de hacer sus prácticas profesionales descubrió que la teoría y la práctica parecen dos cosas diferentes, pero aceptó especializarse para trabajar como agente del Ministerio Público. Las cosas pueden cambiar si hacemos un buen trabajo, se dijo al ingresar en la Procuraduría General de Justicia. Yo seré parte de ese cambio, se prometió.
Han pasado 10 años. Cada mañana le pesan más los pies para salir al trabajo. Ha subido de peso aunque no come mucho, se alimenta pobremente, apenas toma agua entre un caso y otro. Las filas de víctimas no esperan. Sale hacia el baño y ve rostros descompuestos, una mujer maltratada con la cara amoratada, un joven con la camisa ensangrentada, un padre acongojado abrazando a su niña de seis años. Aníbal entra al baño, se mira en el espejo roto mientras lava sus manos. Ve el agua correr, busca las ganas y la fuerza para salir y documentar al menos otros 10 casos.
La madre llora y balbucea tanto que el agente vuelve a preguntarle cada detalle que podría ayudarles a encontrar a la hija adolescente que parece fue raptada por un tratante. La mujer estira la mano, empuña la mano de Aníbal que escribe en la computadora, le suplica. Con un tono tibio dice que hará todo lo que esté en sus manos. La señora le deja un rosario para que lo ilumine y haga bien la petición de pesquisas. El padre con su niña en brazos se sienta en la silla de vinil, la pequeña somnolienta tiene la mirada vidriosa de una niña que ha llorado, la mirada perdida de una niña que fue violada. El padre se desahoga imparable contra su vecino pederasta. Busca los ojos de Aníbal que huyen de la mirada de la pequeña. El padre detiene su retahíla y estira el brazo para tocar el hombro del agente, suplica “por favor hágalo como si mi niña fuera su hija o voy y mato a ese desgraciado”. Aníbal promete que hará lo que esté en sus manos, sigue el protocolo y ordena que se revisen los antecedentes penales del vecino.
La mujer golpeada le explica que su marido intentó matarla otra vez, ahora sí lo quiere preso aunque nunca le haya dejado trabajar y no tenga cómo subsistir. Aníbal saca del cajón de su escritorio el folleto de un refugio para mujeres maltratadas. Allí le ayudarán mientras lo detenemos señora. Respira profundamente luego de que la mujer le da las gracias. No recuerda la última vez que le agradecieron algo en ese trabajo. Cada día vuelve a casa y antes de dormir toma un documento sobre el nuevo sistema de justicia penal procesal y juicios orales. Dice que es su biblia. Antes revisa la habitación de su bebé, le da la bendición y reza para que nadie le haga daño. Su esposa le reclama que nunca le cuenta sobre su trabajo. Él teme hablar del hartazgo, de los jueces inútiles, de los investigadores que ignoran sus recomendaciones para encontrar evidencia. Hace tiempo descubrió que él también es víctima de la impunidad. Cada vez que lee en los diarios que los Ministerios Públicos tienen todo el poder mira sus manos pequeñas y piensa que él en verdad cada día de su vida hace todo lo que está en sus manos. Me dice que no es lo mismo someterse que resistir. No es lo mismo quedar inmóvil que ser inmovilizado. No todos son iguales, él sueña con vivir para ver el cambio.