El sol del mediodía apaleaba el exterior de la estación Centro Médico con esa luz blanca, atosigante, que arranca del más profundo sueño a cualquiera, como si jalando de los pelos avisara que ya es hora de despertar. Por eso no era natural que, a las 12:30, un niño de unos cinco años durmiera desvanecido sobre la escalera que desde Avenida Cuauhtémoc conduce al andén. Una mano del pequeño vendedor se aferraba a su cajita de obleas: su mente deambulaba en algún sueño infantil, pero con ese último gesto inmóvil e inconsciente ejercía su obligación adulta: trabajar. Una usuaria que bajaba lo observó. Frenó su paso y se dirigió a una empleada de limpieza que frotaba su trapeador sobre el piso. -Se quedó dormido-, le dijo. -Es que vino a vender enfermito-, explicó la trabajadora. La pasajera hizo una expresión compasiva y retomó su descenso. Ya abajo -en ese mismo momento, en esa misma estación-, dentro del túnel que lleva al tren que va a Indios Verdes la muchedumbre avanzaba en línea recta unos 10 pasos, y de golpe se abría a la izquierda, en un tironeo brusco, incomprensible. El enigma quedaba pronto revelado. El alejamiento súbito respondía al espanto: de pie, encorvado por un dolor genuino, un hombre bajito de unos 50 años mostraba su torso desnudo. Un bolsa de plástico transparente cubría, a la vista de todos, una bola rosácea que su vientre expulsaba. Carne viva surgida de sus entrañas y por la que corría sangre. El hombre, con su tumor expuesto, estiraba el brazo con un vasito para pedir limosna. Lo que recibía era una silenciosa repulsión. ¿Qué debe hacer un ciudadano común ante esas escenas? ¿Les doy unos pesos porque les servirán? ¿No ayudo porque con ello sólo pretendo calmar mi conciencia con un chispazo de altruismo? ¿No doy un centavo pues la caridad alimenta al monstruo durmiente del gobierno, que se instala en su pereza al saber que su labor la harán algunos filántropos? ¿Les entrego algo para comer? ¿No le compro al niño porque sus padres, satisfechos de que su pequeño deje ganancias, lo mantendrán trabajando? Ni idea cuál sea el camino correcto. Acaso la peor salida es: “me alejo para no ver de frente al horror”. Pero algo me pareció más horroroso que un niño enfermo trabajando o un señor con un tumor visible pidiendo misericordia: que ambos enfermos estaban (están) en la estación Centro Médico, es decir, junto al Centro Médico Siglo XXI, el vanguardista complejo hospitalario capitalino donde ambos podrían ser atendidos. Dentro del vagón me acordé de otros habitantes del Metro que últimamente me he cruzado: un señor con la pierna gangrenada en la escalinata de la estación Bellas Artes; un anciano sin nariz ni un ojo que en vagones de la Línea Naranja dice “por mi cara nadie me quiere dar empleo”; multitudes de ciegos; un hombre que vaga por la Línea 3 cuyos brazos, por deformación de las articulaciones, se doblan en sentido inverso. Estrato final de la sociedad, esos capitalinos habitan el Metro porque ahí tienen un renovado público cautivo y luces que los iluminan. En una esquina cualquiera nadie los miraría; en un vagón no nos dejan opción: tendremos que mirarlos. Y ahora recuerdo un joven sin piernas que dentro del vagón serpentea hasta nuestros zapatos para pasarles un trapo. Aunque saquemos los pies y le escupamos un “¡no!” espantado, cuando nos toca con sus manos y nos mira de frente hace que nos avergoncemos de nuestra ciudad, de eso que somos parte. La caridad ciudadana no basta. Ojalá el aumento del boleto en el Metro sirva para que el gobierno de Mancera luche por dar empleo e integrar a nuestra ciudad a esa otra ciudad de seres abominados por muchos. Si están ahí es para clamar auxilio.
(ANÍBAL SANTIAGO / @apsantiago)