En mi barrio no pasaba un día sin que alguien perturbara la noche. Había quienes se amanecían por gusto o por irresponsabilidad y casi siempre la música chorreaba por las ventanas de algún automóvil. El gruñón de la calle solía quejarse y el resto de la historia seguía el script: los escandalosos ofrecían disculpas, le bajaban a la música y media hora después le subían de nuevo para hacerle segunda a Vicente Fernández. Los fines de semana era mayor el alboroto; unos incluso cerraban la calle, el sonido La Changa tomaba el control del ruido y la raza bailaba salsa como si estuvieran en un concurso. No sé mis vecinos, pero al menos en casa nos acostumbramos al bullicio. Supongo que unos borrachitos nos parecieron menos salvajes frente a las turbinas que encendían todos los días a las cuatro de la mañana (vivíamos a un costado del aeropuerto).
Les cuento esto porque, lo confieso, ahora vivo en la colonia Roma y yo he perturbado muchas noches.
Hace poco más de tres años recibí un ultimátum del casero y, desde entonces, intento respetar las reglas (una vez corrí a Juan Cirerol, pero él entendió). He recaído un par de ocasiones y me han hecho sentir muy mal. La fiesta del viernes pasado no. En ésta, la música en el departamento se acabó despuesito de las 11 de la noche, pero mi roomie quería seguir festejando su cumpleaños y su única opción fue decirle a la banda norteña que le tocaran, aunque fuese en la calle. Ahí, unos policías le sugirieron que nomás sin tomar y, desde el balcón, vi bailar a mi roomie las del Recodo y los Tigres del Norte. A la una se retiró el norteño y en el departamento sólo quedó cerveza y mucha plática. Aún así, un par de personas se quejaron con el casero.
Cuando ocurre algo así, suelo pensar que por personas como yo es que en el DF se aprobó una ley para la sana convivencia. Lo del viernes pasado, sin embargo, me hizo pensar que está bien, el vecino del 101 acepta ser culpable de haber acabado con la paciencia de algunos vecinos, pero rechaza que él provoque una fuga de gas, haga maleficio para que no haya la luz, ordene que escupan en la puerta de la entrada, descomponga el elevador, vacíe los tinacos o su mascota ladre todo el día como si fuera penitencia. El del 101 acepta las malas caras y las mentadas de madre, pero también le gustaría que sus vecinos no sólo se unieran para joderlo. ¿O a poco no sería bueno que todos hicieran algo con los ambulantes que se instalan abajo del edificio desde las cuatro de la mañana? ¿A poco no sería bueno que todos exigieran que clausuren la construcción que tienen a un lado y donde las 24 horas se excava, se saca cascajo, se vuelve a excavar, se saca más cascajo y ladea al edificio? ¿A poco no estaría bien que dejaran la indiferencia y al menos se conocieran para ayudarse? ¿O el del 101 va a terminar en la cárcel, como la pianista española que puede pasar siete años y medio de prisión porque una vecina no soportaba la música?
Allá en mi barrio, me acuerdo, me tocó ver rifarse a vecinos cuando alguien moría, cuando no había agua o cuando nadie esperaba algo de ellos. No olvidaban los agravios, pero entendían que la vida ya de por sí era difícil y había que ser un poco, sólo un poco menos intolerante.
(ALEJANDRO ALMAZÁN / @alexxxalmazan)