Amelia Saldaña salió de su casa con una ollita que el comisario ejidal le iba a llenar de pozole para que ella y otros habitantes del pueblo de La Pintada festejaran La Independencia. Dejó solos por un momento a sus cuatro hijos: unos gemelos de sólo 5 años, otro de 7 y uno más de 17. Bajo la tremenda lluvia que la tormenta Manuel arrojó sobre Guerrero el domingo pasado, caminó por la inclinada ladera del cerro en que vivía. De pronto, escuchó una explosión: “en segundos la tierra se vino abajo y las casas se venían como corriendo y otras quedaban enterradas”, contó a El Universal esa madre soltera de 43 años. No hay en estos días peor tristeza que la de Amelia, quien aún tuvo fuerzas para narrar al reportero Julián Sánchez su reacción ante el alud: “Me eché a correr a ver si podía ir por mis hijos y no pude. Imagínese usted a mis hijitos. ¡Ay, Diosito Santo, se quedaron mis hijos ahí y mi madre y no pude hacer nada!”. Conmovida y ocupada la población en ir sanando como sea tanta desgracia junta, por todos lados se oye una frase más o menos así: “no es hora de asignar culpas sino de ayudar”. Quizá es cierto: ya habrá tiempo de indagar si la responsabilidad de la catástrofe es toda de la naturaleza y frente a semejantes meteoros nada pudo prevenirse, o si hubo gente que por pereza, imprudencia, corrupción o desidia agravó la situación. Sin embargo, el prestigiado ingeniero y mecánico de suelos Enrique Santoyo daba a entender a Noticias MVS que los aludes no siempre son fatalidades divinas de las que el hombre está libre de culpa. Con la despiadada tala de los cerros, toda esa agua que antes absorbían las raíces de los árboles ahora transita por la tierra, la afloja y la vuelve fatalmente inestable. Lo siguiente son aludes de roca y lodo. “Entonces toda el agua que llueve se vuelve destructiva”, declaró el viernes pasado al explicar la causa esencial de los 20 deslizamientos de tierra que bloquearon la Autopista del Sol. A esa denuncia, que debería ser el primer dato de una investigación rigurosa, se suma que en México gobiernos de todos los tamaños han tolerado -por no decir que les ha valido madres- que cientos de miles de personas orilladas por la pobreza fabriquen sus miserables viviendas en barrancas o abruptas laderas de cerros. Vivir ahí es la ruleta rusa: puede que llueva y no les pase nada; puede que sí y todo se acabe. Uno aquí se pregunta si no sería sensato que todos los habitantes de barrancas y faldas serranas, que están ahí porque no tienen dinero para ir a otro lado, fueran reinstalados para siempre en geografías más seguras. Y si no quieren, ahora sí las autoridades cuentan con la fuerza pública. Esa misma fuerza que a los gobiernos (a veces en forma de granaderos, otras de agentes ministeriales) tanto les gusta para aplastar movimientos sociales que los molestan, por una vez salvaría vidas y evitaría destinos como el de los cuatro hijos de Amelia, o de tantos deudos que como ella han dejado estos días funestos.
(ANÍBAL SANTIAGO)