Vino José Ángel a verme hoy por la mañana. Se asomó por la ventanita de la puerta del cuarto donde me tienen encerrado. Topé con unos ojos que se tornaron tristes cuando me vio sujeto por la fuerza de una camisa muy ajustada. No sabe que anoche se puso la cosa difícil pero hoy me siento más tranquilo.
Traía un diario bajo el brazo así que aproveché interrogándolo sobre las noticias del día.
Debo aquí aclarar que mi amigo es medio mocho y no le gustan tanto las mudanzas. Hace unos meses, antes de mi accidente, andaba feliz por la llegada del Papa Francisco al Vaticano. ‘Ahora si tenemos uno simpático,’ me dijo, con ánimo de proponerme un regreso triunfal para el hijo pródigo que hace mucho tiempo abandonó su Iglesia.
Debo decir que ese argentino que se toma autoretratos con su propio teléfono también me cayó de perlas. El tipo no es solemne ni ostentoso y es más agradable que sus antecesores. Pero no es lo suficientemente guapo para que yo abandone mi orgullo de libre pensador.
Para mi sorpresa, esta mañana José Ángel recorrió el camino inverso al que antes me hubiera mostrado. Enrojeció mientras contaba que el habitante del Vaticano es ahora amiguito de los maricones. Extendió el diario sobre sus rodillas y se puso a leer: “Los homosexuales tienen dones y atributos que ofrecer y la Iglesia debería desafiarse a sí misma y encontrar un espacio fraternal para ellos.”
“¡Lo que tiene uno que oír en estos tiempos!” me dijo y alcancé a ver espuma en las comisuras de sus labios.
El agradecimiento por la gentileza de su visita y lo agotado que me traen las pastillas que aquí me dan tres veces al día me desanimaron para participar en una discusión que, en otro momento y quizá alrededor de una partida de cartas y tequila, habría disfrutado en grande.
José Ángel tuvo que partir quince minutos después de su llegada pero le permitieron dejar el periódico para que me entretuviera.
Seguí leyendo la nota y ahí me enteré que la propuesta del Papa Francisco fue derrotada por sus colegas, a quienes el argentino señaló por su rigidez hostil.
En estas cuatro paredes me acuerdo mucho de mi infancia. Yo fui a un colegio de hermanos Maristas. Ahí me inscribieron mis padres desde la primaria hasta que terminé la preparatoria. En los días escolares solo había testosterona en el salón de clase. Debo haber tenido un par de maestras de inglés, lengua que aprendí con gran dificultad, la profesora de mecanografía y una lindura que me dio ética hacia finales del bachillerato.
Los demás docentes fueron varones. Entre todos, durante aquellos 12 años de formación, me tocaron unos seis hermanos maristas. Al menos tres de ellos, hoy no tengo dudas, eran homosexuales.
En esa escuela conocí también a un sacerdote Carmelita que me arrojó fuera de la religión católica. Era un Venezolano muy simpático y dicharachero de Barquisimeto que una tarde se me fue a besos dentro de la capilla de unas monjas descalzas. Yo estaba entonces a punto de cumplir los dieciséis años.
Ya la saga del fundador de los Legionarios de Cristo hizo las delicias de los anticlericales y otros bichos que odian a los curas. En mi caso, con el tiempo he llegado a comprender mejor a esas personas que decidieron ingresar a una orden religiosa cuando ser homosexual merecía el infierno.
¿Cuántas monjas, religiosos, sacerdotes, acólitos y otros individuos encontraron dentro de la Iglesia un refugio para vivir su sexualidad cuestionada y desde ese lugar santificado administraron mejor los remordimientos y la angustia?
Marcial Maciel y el padre de Barquisimeto probablemente sean la excepción. Es un absurdo suponer que todos los homosexuales que pertenecen a la iglesia son pederastas. Sería tanto como caer en la tontería de quienes piensan que todos los gays son pervertidos.
Ya le diré a mi amigo lo que creo pero supongo que el Papa Francisco, cuando se refirió a los dones y atributos de estas personas, no estaba mirando solo a los creyentes, como José Ángel, sino a los muchos homosexuales que hoy forman parte del clero secular y las ordenes religiosas.
Si este Papa se pasara del lado de los intransigentes y exigiera a todos los homosexuales colgar los hábitos, me temo que al menos una cuarta parte de sus fuerzas vivas abandonaría la casa, quedándose sin comida, sustento, amigos y compañía.
Fue a esas personas que el argentino buena onda quiso reconocer. Pero todavía hay mucho gay de closet que no está dispuesto a ver con dignidad a quien el closet le tiene sin cuidado.
Si algo así se hubiera discutido en el Vaticano cuando yo era adolescente, a la mejor y me habría ahorrado los besos rasposos de aquel padrecito mañoso dentro de una capilla de oración.
Me pregunto también si en estos días de aislamiento color blanco contaría con alguien en quien creer, más allá de mi razón maltrecha.
(BIENVENIDO MIRÓN / @bienvenidomiron)