A juzgar por el montón de historias que uno escucha, la Ciudad de México debe estar repleta de fantasmas. Los más conocidos, los del virreinato, dicen que se aparecen en las calles del Centro, en casas antiguas, en hospitales como el Juárez. Pero también hay que tomar en cuenta a los contemporáneos: uno de los fantasmas más célebres de esta generación, el de la “casa de la tía Toña”, habita en la calle de Cumbres de Acultzingo en la colonia Lomas Altas. Del mismo modo, se habla de la mujer que algunos conductores del metro han visto entre las estaciones Zócalo y Allende, del señor de la Escuela de Artesanías del INBA en Xocongo 138, colonia Tránsito, y de la niña que distrae a los automovilistas en la esquina del Eje 3 Norte y Las Armas, afuera del Panteón de San Isidro, en Azcapotzalco.
Son tantos que incluso existe una Guía de fantasmas de la Ciudad de México escrita por una señora, Yolanda Sierra, en 2008. No podemos dejar de mencionar a los fantasmas de la literatura; para saber más propongo leer los cuentos de Ciudad fantasma (Almadía, 2013). Pero mis favoritos son los prehispánicos, los que ya casi todo el mundo olvidó y de los que vale la pena hablar porque a lo mejor así regresan para hacernos la vida más emocionante.
Por ejemplo “las fantasmas” que no tienen pies ni cabeza, “las cuales andan rodando por el suelo y dando gemidos como enfermo”, según Bernardino de Sahagún en Historia general de las cosas de la Nueva España (1540-1585). El franciscano asimismo reparó en una mujer enana con los cabellos largos hasta la cintura que asustaba a los que salían a hacer sus necesidades de noche, y en el que era “como un difunto que estaba amortajado, y estaba quejándose y gimiendo”. Estos fantasmas anteriores a la conquista difícilmente subsisten en la memoria de los capitalinos. A lo mejor la Llorona, que no es otra que la diosa Cihuacóatl, les hace demasiada sombra.
Sin embargo, en tiempos de Moctezuma Xocoyotzin la crónica de aparecidos más famosa era la de la princesa Papantzin, hermana del tlatoani y viuda del rey de Tlatelolco. En el libro Tacubaya. Historia, leyendas y personajes (Porrúa, 1991) de Antonio Fernández del Castillo se refiere el suceso: en 1509 la princesa muere y es enterrada en el jardín de su palacio. Al otro día una niña de cinco años que pasa por el jardín la ve a orillas del estanque. La princesa le pide que llame a la mujer del mayordomo, quien se queda de a seis cuando la reconoce. Se cree que la princesa Papantzin fue la primera que recibió el bautismo en Tlatelolco (15 años después de su “resurrección”).
En tiempos prehispánicos se contaban relatos por el estilo relacionados con sitios como la cueva de Cincalco, donde hoy funciona el bonito Audiorama del Bosque de Chapultepec, y la esquina de las actuales Jalisco y Revolución, en Tacubaya: está escrito que ahí funcionó una especie de oráculo en el que se hablaba con los muertos, y eventualmente una ermita, una pulquería La Ermita y hoy el Edificio Ermita. ¿Y cómo dejar a un lado los fantasmas de Xochimilco? Yolanda Sierra en su simpática guía de fantasmas menciona casos en la carretera que sube al pueblo de San Lorenzo, el puente de Urrutia y la curva de Caltongo.
Aunque yo preferiría leer las historias de los amables lectores, sobre todo las de origen prehispánico. ¿Y si armamos nuestra propia guía?
(JORGE PEDRO URIBE LLAMAS / @jorgepedro)