LNo tengo muy claro por qué, pero me gusta el box, sobre todo con peleas como la del fin de semana pasado entre Manny Pacquiao y Keith Thurman: 12 rounds intensos, con golpes de ida y vuelta, de los que salió vencedor Pac-Man por decisión dividida.
El cronista Eduardo Lamazón dice que este deporte “es una metáfora de la existencia”; yo solo sé que era muy pequeña cuando veía a mi papá frente al televisor atento a los jabs y ganchos del combate en turno, y que seguía siendo niña cuando empecé a acompañarlo durante toda la transmisión. Aun ahora, sin estar con él o sin que haya una lucha estelar, algunos sábados por la noche enciendo la tele y me doy una vuelta por los canales de boxeo.
Rara vez me pierdo una pelea de Pacquiao; siempre al frente, rápido, soltando combinaciones de golpes sin payasadas ni marrullerías, cómodo con su estatura (1.66) y en estos momentos también con su edad (40 años), suele brindar encuentros memorables incluso si le ganan. Como diría Rocky Balboa: “No es lo duro que golpeas; sino qué tanto resistes los golpes y sigues adelante”.
Este filipino es el único boxeador en la historia que ha sido campeón en ocho categorías diferentes, y su vida, como la de muchos otros pugilistas, no ha sido miel sobre hojuelas. Por ello, cuando lo veo dentro del ring pienso en Tom King del relato “Un bistec”, de Jack London, un boxeador que “pegaba para dañar, pegaba para herir, pegaba para destruir, pero no había animosidad en ello. Era una mera profesión”. Y cuando lo escucho hablar sobre cómo el deporte lo ha salvado me viene a la mente Gould, aquel joven de la novela City, de Alessandro Baricco, que recurre a relatos de boxeo para evadir su triste situación.
Tal vez Lamazón tiene razón sobre el box: “Es defensa propia, es un tener que hacer lo que no quiero hacer para sobrevivir. Es confrontar con dolor lo inevitable. Pelear o perecer. Los golpes no son vitaminas, pero, ¡miren el mundo en que vivimos! La realidad nos da ejemplos para creer que un ring es el lugar más inofensivo e incruento de la Tierra”.